Presentación

"Un libro abierto es un cerebro que habla; cerrado un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora." Proverbio hindú

"Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca." Jorge Luis Borges (1899-1986) Escritor argentino.

"Los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la esperanza les impiden decirme lo que debo hacer." Alfonso V el Magnánimo (1394-1458) Rey de Aragón.

En este blog encontraréis reseñas, relatos, además de otras secciones de opinión, crítica, entrevistas, cine, artículos... Espero que os guste al igual de todo lo que vaya subiendo.

martes, 30 de abril de 2019

RESEÑA: Notas desde un manicomio.

NOTAS DESDE UN MANICOMIO

Título: Notas desde un manicomio.

Autora: Christine Lavant (1915, Gross-Edling – 1973, Wolfberg), que en realidad se llamó Christine Thonhauser, nació en un pueblecito de Carintia, San Esteban, en el valle del Lavant, de donde tomaría posteriormente su pseudónimo. La autora pasó la mayor parte de su vida en su pequeño pueblo, donde había nacido como novena hija de una familia de mineros. Introvertida, rodeada por la pobreza y la enfermedad, se ganaba la vida tejiendo. Fue honrada con numerosos premios literarios, entre ellos el Premio Nacional de Literatura de Austria en 1970, tres años antes de su muerte. (Fuente: Editorial).


Editorial: Errata Naturae.

Idioma: alemán.

Traductora: Nieves Trabanco.

Sinopsis: Ésta es la historia de muchas opresiones y de una insurrección. Es también la historia de una rendición. Es, al fin y al cabo, la historia de una mujer pobre, sin recursos, que quiere —que necesita— dedicarse a leer y escribir. De una mujer que no será, como se espera de ella, ni esposa, ni madre: será poeta. Nietzsche decía que quien más sufre exige con la mayor intensidad la belleza, la produce; y bien podría estar hablando de este libro. En él, Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas, pero secretas, del siglo xx, narra su estadía voluntaria de un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935. Lavant no escribió este fulgurante texto hasta 1946, once años más tarde, y no consintió en publicarlo mientras vivía porque era demasiado personal: en él registra su fallido intento de suicidio, su insomnio, la convivencia con sus excéntricas compañeras, la autoritaria presencia de los médicos y su lucha diaria por sobrevivir escribiendo. Con una prosa exquisita, íntima y exacta, estas páginas tienen una desgarradora potencia. (Fuente: Editorial).

Su lectura me ha parecido:

   Personal, íntimo, sin orden (ni falta que hace), crítico, breve, que trasciende a lo puramente testimonial, paradójicamente lúcido... A menudo el contexto nos juega malas pasadas. Y no me refiero a "contexto" como pasado histórico, más bien me gustaría retrotraerlo a la actualidad, y en concreto, al fin de semana que acabamos de dejar atrás. Cuesta hablar de ello. No os podéis imaginar el nudo que tengo ahora mismo en la garganta mientras escribo estas líneas. De hecho, por desgracia, no es la primera vez que soy testigo de ello. Lo que me lleva a encerrarme en mi misma, sacar a relucir ese gélido caparazón de tortuga para cobijarme bajo su protección, engancharme a mis auriculares y tratar de no pensar en ello. En que el pasado sábado mi padre llamó loca a mi madre. No hace falta ser muy lista para darse cuenta de que la locura y el sexo femenino han ido muchas veces de la mano, en lo que a descalificaciones provenientes del patriarcado más rancio se refiere, y por supuesto, siempre en relación con un ahogado grito de reconocimiento, libertad, independencia, escucha, comprensión, respeto u oportunidad por parte de la mujer. "Se vuelve loca" esa es la expresión que mi padre suele soltar a modo de autodefensa y justificación, como si él no tuviera la culpa de nada. Por ello digo que a menudo el contexto, el más reciente, nos puede afectar, y más cuando (casualidades de la vida) decides que el texto, el único texto de Christine Lavant traducido al español, aborda precisamente esa problemática. La siempre escabrosa, terrorífica y machista relación de las mujeres con el campo de la salud mental. ¿De verdad las mujeres estamos locas? ¿De verdad, hombres del mundo, no os habéis parado a pensar que a lo mejor la culpa la tiene que el mundo ha sido construido a vuestra imagen y semejanza, dificultando o dejando directamente fuera a las mujeres con talento? Notas desde un manicomio: el testimonio más allá del testimonio.

   Introduciendo "mujeres y salud mental" en el buscador de imágenes de Google, éste nos ofrece una respuesta de lo más clarificadora. Por un lado, abundan los carteles o fotos de congresos en los que se aborda el tema desde una perspectiva feminista. Lo cual nos puede hacer pensar que se está avanzando mucho en este aspecto. Sin embargo, en cuanto deslizamos el dedo por la rueda del ratón hacia abajo, descubrimos imágenes tremendas (como la de una publicidad de medicamentos capaces de tornar en sonrisa los labios de una mujer) o la insólita fotografía de Hugh Hefner posando con dos conejitas (la volatilidad de los algoritmos sigue siendo todo un misterio). Si seguimos bajando, entonces encontramos algunas (que no todas) de las causas por las que las mujeres sufrimos más enfermedades mentales y por tanto, somos las principales usuarias de psicólogos y médicos especializados. La mayoría de ellas, representadas bajo el paradigma de una mujer al bode de la extenuación y con mil cosas entre los brazos y en la cabeza. A lo que se conoce como "carga mental", en internet se reduce a un dibujo animado rodeado de mil y un bocadillos entre los que se puede leer: "cena", "compra", "reunión a las 17:00", "medicamento para la hija", "clases de violín del hijo", "tutoría"... Algo que, por supuesto, los hombres rara vez sufren. Ahora bien, si en lugar de "mujeres y salud mental" tecleamos "mujeres y salud mental en la historia", la panorámica que se nos ofrece es más inquietante. Y si a esa búsqueda le añadimos palabras tan fuertes para algunos como "psiquiátrico" o "manicomio", entonces ya nos adentramos en los inicios de una película de terror. Las fotografías antiguas se intercalan con otras más modernas (en las cuales se hace gala del buen mantenimiento de las instalaciones o de los procedimientos en dichos centros), no obstante, son las primeras las que de verdad permanecen en la retina de la curiosa o curioso internauta. Desde estampas de patios al aire libre en las que los internos aparecen de pie, sentados o encogidos en el suelo, hasta instantáneas donde podemos percibir las consecuencias de el aislamiento y las camisas de fuerza, pasando por las archiconocidas sesiones de electroshock que tantas veces hemos visto en el cine. Cuyas muecas de dolor y mandíbulas desencajadas podrían haber inspirado algún cuadro de Goya en su última y oscura etapa. Entre el estereotipo y lo verídico. Entre el terror y el rigor médico. Así oscila la percepción de las enfermedades mentales por parte de la sociedad. Y aunque, sobre todo el cine, ha contribuido a confeccionar una imagen un tanto perturbadora de la o el enfermo mental (no todos son asesinos psicópatas), en esta ocasión debemos decir que la ficción no anda tan despegada de la realidad. O al menos es lo que destilan las páginas del texto de Christine Lavant.

   Pongámonos en antecedentes. Christine Tonhauser (nombre real de la escritora austríaca) nació a principios de siglo XX en un pequeño pueblo llamado Gross-Edling en el valle del Lavant (nombre que posteriormente usaría como apellido). Siendo la novena hija de una familia pobre, dedicada a la minería, sintió a una edad muy temprana la necesidad de escribir y desarrollar su talento literario. No obstante, las perspectivas de futuro no eran tan alentadoras como ella se imaginó ya que, al igual que habían hecho las mujeres de su familia, lo que se esperaba de ella era que se casase, tuviese hijos y dedicase su vida al cuidado de éstos y del hogar. Eso, sumado a su carácter retraído y atormentada ante la idea de no encajar y no cumplir con las expectativas de su condición femenina, fueron los motivos por los que, en 1935, decidió ingresar por voluntad propia en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt. De este modo, Christine buscaba respuestas y la ayuda de los médicos para que consiguiesen enderezarla, hacerle ver que su destino era el de ser madre y esposa, para que sus padres no se sintiesen decepcionados, para asumir, en última instancia, su rol debía ser el de una mujer hacendosa y sumisa. Afortunadamente, entre las pertenencias que Christine se llevó consigo figuraban un cuaderno y unos cuantos lápices. Elementos que le servirían, durante su estancia, para contar al mundo el estado de las instituciones mentales, así como el trato que sus empleados ejercían con los pacientes. Tras seis semanas de internamiento, Christine Tonhauser  (a partir de ese momento Christine Lavant), con la urgencia de seguir escribiendo y con la certeza de que jamás asumiría el papel de esposa sacrificada.

   Teniendo en cuenta este breve e imprescindible apunte biográfico (tranquilas/os, aunque os haya contado el final no os he hecho un spoiler) tenemos que empezar diciendo que no estamos ni ante una novela, ni ante una autobiografía al uso (aunque si parcial), ni ante un ejemplo de metaficción, ni siquiera ante un diario; sino ante notas. Notas sueltas, sin un orden claro, sin una separación física - no hay capítulos - que van de un lado a otro, contándote cuestiones bien diferentes pero con un claro nexo de unión: la certeza del lugar en el que se encuentra, lo que sus ojos ven y las historias que escucha por parte de otras internas así como de los propios médicos. Este aparente caos narrativo no es tal si tenemos en cuenta las circunstancias en las que fue escrito (dentro del propio psiquiátrico) y  ese carácter testimonial que va más allá, como he dicho antes, del propio testimonio, ya que se nos presenta con una calidad nada desdeñable. Desde un intimismo bárbaro en cuanto a su complejidad, la descarnada voz de Lavant nos habla desde las sombras, lugar en el que se encuentran los pacientes del psiquiátrico - muchos de ellos rechazados por sus familias y por la sociedad en general - , pero también desde la perspectiva de quien decidió ingresar por voluntad propia, algo que, según ella, la distingue del resto, considerándolo como un hándicap en su proceso de recuperación. Lo que no sabrá es que, por el camino, irá conociendo la realidad de aquel lugar - no tan diferente a la de otros centros de la época - además del machismo imperante por parte de los que trabajan en su interior. Enseguida el lector puede apreciar la estricta jerarquía (y sus diferencias internas) así como las relaciones médico-paciente y como de ellas se desprende un trato paternalista cuyo reflejo más inmediato tiene lugar en empobrecimiento del propio sistema. En lugar de mejorar la salud mental de las pacientes, se recurre a comportamientos y tratamientos que ponen aún más en peligro la estabilidad emocional de éstas. Un ejemplo podría ser el hecho de que se considerase que algunas de estas mujeres sufren mal de amores y que por eso están ahí o que recomienden buscarse a una mujer para que les enseñase tareas domésticas una vez salgan del hospital. Podríamos achacarlo a la época, donde comentarios de ese tipo eran aceptados e interiorizados por las propias mujeres. Sin embargo, ¿creéis que hemos cambiado mucho de un tiempo a esta parte?

   En última instancia y antes de dar por finalizada la reseña del presente libro, queda por hablar de la gran cuestión. Y es que como hemos podido apreciar, el concepto "sana" - en femenino por supuesto - es automáticamente sinónimo de mujer que se amolda a los roles patriarcales. Ante ese panorama, estoy convencida que no pocas en esa misma situación, viéndose privadas de libertad por culpa de no ajustarse a lo que se espera de ellas, habrían acabado con sus vidas de la forma más rápida posible. No debemos olvidar, y la historia nos lo confirma, que muchas de estas pacientes estuvieron internadas en centros psiquiátricos en contra de su voluntad. De este modo, el manicomio - palabra que hoy sigue siendo tabú - se convirtió en la cárcel del talento femenino. En la prisión en la que muchos sueños y aspiraciones desaparecieron sin dejar rastro. La desconfianza en dicho sistema salvó a Christine Lavant del abismo, tal vez incluso de la muerte, algo que nos habría impedido disfrutarla en todo su esplendor. Actualmente las técnicas han avanzado y se está luchando para que la psiquiatría adquiera esa perspectiva de género tan necesaria y urgente. Aún así, ¿es posible que estos lugares infernales hayan mutado? ¿Es posible que exista confinamiento y pérdida de identidad hoy en día? ¿Es posible que los propios hogares se hayan convertido en el lugar de opresión más asfixiante? ¿Es posible que el patriarcado quiera volverlas a encerrar cambiando la institución mental por una cocina, una lavadora o un suelo que limpiar? ¿Es posible que ni siquiera algunos hombres, cómplices del sistema, no sepan o no quieran verlo? Sí, es posible. Charlotte Perkins Gilman no andaba tan desencaminada en su El papel pintado de amarillo, como tampoco Christine Lavant en su brutal y curiosamente lúcido testimonio, como tampoco lo están todas las mujeres que, como Charlotte o Christine, desean desarrollarse más allá del calor del hogar, la familia y la pareja. No estáis locas, ninguna de vosotras, sólo necesitáis respirar y la oportunidad de hacer realidad vuestras aspiraciones.

   Notas desde un manicomio: una historia de supervivencia, machismo, terribles diagnósticos, depresión, incomprensión, tenacidad, verdad... Una prueba más de lo mucho que queda por avanzar y de lo poco que en algunos casos hemos cambiado.

Frases o párrafos favoritos:

"Mientras que aquí se me considere una invitada de paso y que yo misma me sienta como tal, no habré traspasado la última frontera”.

¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Errata Naturae

viernes, 26 de abril de 2019

RESEÑA: Haz memoria.

HAZ MEMORIA

Título: Haz memoria.

Autora: Gema Nieto (Madrid, 1981) es licenciada en Filología Hispánica y Teoría de la Literatura - Literatura Comparada por la Universidad Complutense. Actualmente trabaja en el mundo de la edición y colabora con revistas como Pikara Magazine, Qué leer y Culturamas, escribiendo artículos sobre libros, cómics y videojuegos. Su primera novela, La permanencia, fue publicada por Caballo de Troya en 2016. (Fuente:Editorial).


Editorial: Dos Bigotes.

Idioma: español.

Sinopsis: sus protagonistas (en su mayoría mujeres) caminan por el hilo temporal que une el presente con nuestro pasado más trágico, trascendiendo el plano concreto, de personajes particulares, a uno más amplio, universal, en el que la autora reflexiona sobre esa memoria histórica, pero también íntima, tan necesaria. El relato narra la evolución de las distintas generaciones de una familia a consecuencia de su educación y sus diferentes caracteres e identidades, en un ambiente opresivo con reminiscencias lorquianas sobre el que se ciernen en todo momento los peligros del fanatismo, el miedo y la ignorancia, la persecución a minorías, la necesidad de libertad, la inutilidad de intentar controlar pasiones y deseos, las consecuencias de decisiones equivocadas… Y sobre todo, la reivindicación de la memoria, porque sin memoria no hay cimientos que posibiliten ninguna construcción, tanto a nivel personal como histórico. (Fuente: Editorial).

Su lectura me ha parecido:

   Trágica, potente, lírica, reflexiva, con un poso autobiográfico en lo que a la historia se refiere, con frases para enmarcar en (nunca mejor dicho) nuestra memoria, feroz, extraordinariamente atemporal... El pasado lunes, como todas y todos sabemos, se celebró el primero de los dos grandes debates previos a la cita de la ciudadanía con las urnas el próximo domingo 28 de abril. No exento de polémica (la cual ha sido portada en periódicos, protagonista de más de un mitin electoralista y tema principal de discusiones entre tertulianos de distinto signo en televisión y radio), los espectadores asistimos a un espectáculo sin precedentes. Y digo espectáculo porque, seamos sinceras y sinceros, las propuestas políticas brillaron (a excepción de un Pablo Iglesias en estado de gracia) en favor de las descalificaciones, las numerosas interrupciones, las mentiras y el show más mediático. No voy a detenerme en analizar los aciertos y los errores de dicho debate, pero sí, permitirme que me aproxime a lo más sonado, mediático y cuya repercusión tuvo su respuesta (tirando siempre de humor) en las redes sociales para destacar el olvido más sangrante. Sí señor Rivera, sí hubo silencio, sobre todo en lo que a cultura se refiere (a la cual no dedicaron ni un minuto de vuestro valiosísimo tiempo), pero sobre todo, yo escuché otra clase de silencio, más doloroso, más vergonzoso, más inaceptable. Un silencio tan espectral que asusta, especialmente a quienes llevan años sumidos en él sin conseguir más que desprecio y promesas insuficientes a partes iguales. Me refiero, por supuesto, al silencio de la memoria, de la memoria histórica, ese tema tan importante para la construcción de una democracia sana y al que parece tener alergia gran parte de la clase política de este país. El silencio sigue por desgracia muy presente, a pesar de las condenas internacionales o los intentos desde las asociaciones por exigir justicia, reconocimiento y búsqueda de sus seres queridos. Afortunadamente, existen voces, más de las que podamos imaginar, que no dudan en poner su imaginación, su propia experiencia familiar y su pluma al servicio de la sociedad. Esa sociedad ignorada, maltratada, olvidada. Voces como la de la joven escritora madrileña Gema Nieto, ejemplo de que la juventud, al contrario de lo que nos quieren hacer creer, no está dormida. Haz memoria: cuando el silencio se convierte en un personaje más.

   Lo normal cuando asistes como alumna a las primeras clases de primero de historia es que el profesor te introduzca, de la forma más atractiva, amena e interesante posible, en el mundo de la historiografía. Ese espeso bosque de imponentes y altas copas en el que es muy fácil perderse para siempre si no conoces a la perfección el ascendente camino hacia su siempre abierta salida. En constante renovación, lo primero que la amante o el amante de la historia debe saber es algo que parece muy lógico pero que, sin embargo, tendemos a olvidar con facilidad. Y es que, a lo largo de la historia, los que la han contado, redactado o impartido pertenecen a una época diferente del pasado, y por tanto, no hay un único e inquebrantable relato de la misma. Por ejemplo, no es lo mismo aproximarse a los testimonios de los cronistas medievales (cuya verosimilitud se entremezcla con propaganda en favor de las virtudes del rey o reina de turno) que adentrarse de lleno en la visión de la Edad Media desde la historiografía marxista (algo que los Monty Python satirizaron a la perfección en una de las escenas más logradas de Los caballeros de la mesa cuadrada). Sin embargo, si algo es común en los inicios de esta asignatura es la aproximación a los clásicos, a los historiadores (y utilizo el pronombre masculino plural dado que, por desgracia, son pocas las historiadoras que se estudian en las universidades en relación a este tema) que comenzaron a escribir los acontecimientos coetáneos a su propia existencia. Tanto Heródoto como Tucídides escribieron durante la época antigua innumerables textos sobre la historia de sus respectivas civilizaciones, lo que permitió a la larga tomarlos como autenticas joyas repletas de información para esclarecer algunos aspectos del pasado más lejano todavía ensombrecidos por la falta de datos. Sin embargo, y dado el tema que nos ocupa al respecto, me siento en la necesidad de reivindicar a otro de los grandes, a Cicerón, cuya Guerra de las Galias sigue siendo uno de los textos más citados por historiadoras e historiadores y cuya complejidad nos daba más de un quebradero de cabeza a los estudiantes de Latín de Segundo de Bachiller. Además de su amplia producción literaria, Cicerón dedica mucho espacio a la memoria, tan importante para la historia, con frases verdaderamente antológicas. Cicerón decía que la vida de los muertos está en la memoria de los vivos, palabras que tras leer a Gema Nieto y enfrascarse en la psicología de la Rusa - esa matriarca implacable - adquieren un sentido más devastador.

   Hablar de Haz memoria es hablar de una saga familiar. Un tipo de narración tan antiguo como explotado por infinidad de autores desde todos los géneros posibles. Desde la historia de la saga de los Buendía a lo largo de siete generaciones en la siempre inmortal Cien años de soledad hasta la de los Trask y los Hamilton comprendida entre la Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial en Al este del Edén, pasado por la de los Cazalet ambientada en los años de la Segunda Guerra Mundial. No hay lector que se resista, por muy sibarita que sea, a una novela en la que la familia en relación a su contexto sea el principal eje argumental. Algo que Haz memoria cumple con creces al dotar de personalidad a cada uno de sus miembros. La contundencia con la que Nieto construye a cada uno de ellos es impecable, tanto que hasta da miedo, sobre todo en el caso de algunos de ellos.  Empezando por la Rusa - sin duda el mejor personaje de toda la novela - y a la que es mejor que el lector conozca sin demasiada información previa y continuando con su hija menor, el perfecto antagonista - vivaz, luchadora, valiente - quien llevará consigo la responsabilidad de actuar como nexo entre dos generaciones. Porque de memoria va la cosa, de memoria olvidada, de una familia atravesada por la brutalidad de la guerra, de la impunidad de los culpables, de la vergüenza de los vencidos, de la impotencia de quienes se ven con las manos atadas, de quienes durante años han callado, pero sobre todo, de las consecuencias de vivir más de cuarenta con el peso del miedo y la injusticia. Memoria contra el olvido, pero sobre todo, contra el silencio - ese invisible y aterrador tercer personaje que nunca consigue abrir la puerta y marcharse para siempre - cuya presencia condiciona la vida de las diferentes generaciones de esta familia. Hablar de Haz memoria, también es referirnos a la madurez narrativa que posee la autora, de sus frases inolvidables - algunas de ellas para enmarcarlas y colocarlas en el lugar más visible de nuestra biblioteca mental - de esas clarísimas referencias a las grandes escritoras españolas de mediados de la postguerra - Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet y Ana María Matute -, de ese uso adecuado de la biografía - en este caso de los recuerdos familiares - para adaptarlos al lenguaje literario, de esa inmersión en el contexto sin necesidad de detenerse y describir en los acontecimientos históricos, de esa intimidad que consigue estremecer y que el lector quiera traspasar el papel para poder llorar junto a sus personajes, de ese duelo eterno y doloroso, de esa necesidad de servicio público, de estar ofreciendo una ofrenda en forma de novela, de compensar, de querer darles voz a quienes nunca han podido hablar. Para acabar, hablar de Haz memoria es hablar de feminismo, pero también de sororidad, palabra que se toca, se observa y se respira en cada página de esta novela. Una red de apoyo entre mujeres que permite, ya no sólo paliar los dolores de quienes han sufrido los estragos de la contienda, también extender una red entorno a un relato común, único, narrado en voz femenina y al que hasta ahora muy pocos (incluyendo la historiografía) se habían dignado escuchar.

   Seguro que muchas de vosotras y vosotros habréis soltado un bufido o un suspiro de hartazgo al comprobar que estamos ante - parafraseando a Isaac Rosa - "otro maldito libro sobre la Guerra Civil". Y la verdad, no lo entiendo. Sé que no es un sentimiento generalizado, pero no es la primera vez que me encuentro con que este tema en concreto despierta ya no sólo aburrimiento, sino algo más peligroso, indiferencia. En los institutos el tema se aborda desde dos realidades. La primera, desde la de la distancia, es decir, sin implicarse más de lo necesario en explicar algunos conceptos o acontecimientos de ésta que merecerían un pertinente debate. Y la segunda, desde las prisas, desde la mentalidad de fin de curso, pues normalmente la Guerra Civil suele ser uno de los últimos temas que se dan en la asignatura de Historia, lo cual provoca que los alumnos disminuyan su capacidad retentiva concentrando sus pensamientos en el sol, la playa o la fiesta. Esto si se tiene suerte, porque en la mayoría de los casos la Guerra Civil Española ni siquiera llega a darse. Por otro lado, tampoco hacemos nada en algunos casos por escuchar a nuestros mayores, simplemente escuchar. Ni os imagináis la de historias que nos perdemos por no prestarles la atención suficiente, por pasar de sus sermones durante las comidas de los domingos, por menospreciar y referirnos a ellas como "batallitas" de la abuela o el abuelo. En la novela, la nieta de la Rusa - último eslabón de esta saga marcada por la tragedia y los secretos -, que de niña pasó un año de su infancia en la casa familiar tras la inesperada muerte de su madre, regresa años más tarde para recoger unos papeles antes de sus dos tías ancianas mueran en una residencia. Es entonces cuando - en un intento por reconstruir su verdadera identidad - decide indagar en ese árbol genealógico, en sus propias raíces para descubrir - aunque duela - que había tras aquellos eternos silencios. Consecuencia de heridas sin sanar, sin cicatrizar, todavía abiertas, demasiado abiertas. Sí, estamos ante otro libro sobre la Guerra Civil, pero que sin embargo, va más allá al plantearnos una poderosa y más que pertinente reflexión sobre la memoria histórica y su verdadero estado de salud dentro del contexto democrático actual. Concluyendo - a juzgar por las palabras de Nieto - en un diagnóstico del todo preocupante. La memoria en este país está alterada, viciada, enferma y en algunas épocas casi desahuciada. Por eso, y porque voces como la de Nieto nos lo recuerda, el próximo domingo debemos votar, sí, votar, en masa, con conciencia, habiendo leído los programas, con determinación, pero sobre todo con memoria. Esa memoria contra la que nos han anestesiado, haciendo posible que los fantasmas del pasado más oscuro de este país vuelvan a merodear a nuestro alrededor con la misma fiereza que sus antepasados franquistas.

Haz memoria: una historia de desarraigo, secretos familiares, matriarcados, relatos colectivos, traumas de guerra, injusticia, sepultura, castigo, valentía, determinación, sororidad... La oportunidad para acercarse a las abuelas y los abuelos y preguntarles sobre su pasado antes de que sea demasiado tarde.

Frases o párrafos favoritos:

"Cuántas vidas injustamente robadas, cuánta felicidad entregada al olvido y al silencio, y qué imposible frenarlas pese a todo".

Cortesía de Dos Bigotes

viernes, 19 de abril de 2019

RESEÑA: Una educación.

UNA EDUCACIÓN

Título: Una educación.

Autora: Tara Westover  (Idaho, 1986). Inició sus estudios en la Brigham Young University con diecisiete años y se graduó en Arte en 2008. Gracias a varias becas pudo seguir estudiando y obtuvo un posgrado en el Trinity College, Cambridge, en 2009. Consiguió una maestría en Filosofía y se graduó en Historia en 2014, después de una estancia en la universidad de Harvard. Actualmente reside en Londres. Una educación es su primer libro, que se ha traducido en 22 países y ha sido aclamado por los lectores y la crítica, además de ser nominada a National Book Critics Circle en la categoría de autobiografías. Está considerado uno de los libros más importantes del año según The New York Times, BBC, Daily Express, Library Journal y Entertainment Weekly, y ha figurado desde su publicación en las listas de más vendidos.


Editorial: Lumen.

Idioma: inglés.

Traductora: Antonia Martín.

Sinopsis: Nacida en las montañas de Idaho, Tara Westover ha crecido en armonía con una naturaleza grandiosa y doblegada a las leyes que establece su padre, un mormón fundamentalista convencido de que el final del mundo es inminente. Ni Tara ni sus hermanos van a la escuela o acuden al médico cuando enferman. Todos trabajan con el padre, y su madre es curandera y única partera de la zona.
Tara tiene un talento: el canto, y una obsesión: saber. Pone por primera vez los pies en un aula a los diecisiete años: no sabe que ha habido dos guerras mundiales, pero tampoco la fecha exacta de su nacimiento (no tiene documentos). Pronto descubre que la educación es la única vía para huir de su hogar. A pesar de empezar de cero, reúne las fuerzas necesarias para preparar el examen de ingreso a la universidad, cruzar el océano y graduarse en Cambridge, aunque para ello deba romper los lazos con su familia.

Su lectura me ha parecido:

   Impactante, dura, brutal, crítica, devastadora, capaz de dejarte con la boca abierta, oportuna, enormemente reflexiva, actual, ¿redentora tal vez?... Hará por lo menos cinco meses desde que me adentré en el complejo y al mismo tiempo reconfortante universo de las clases particulares de Historia y Geografía (por el momento) a chicas y chicos de secundaria y bachillerato de diferentes niveles. Cada alumno es un mundo. Los hay que te miran fijamente mientras expones las causas y las consecuencias de la Guerra Civil Española. Los hay que no paran de tomar apuntes mientras explicas por qué Lenin lleva a cabo la Revolución de Octubre. Los hay que permanecen en silencio, como estatuas, atentos a tu disertación sobre la autarquía. Los hay que preguntan, como si no hubiera un mañana, incluso sobre las cuestiones más inverosímiles como si es verdad que existe un rey de los piratas o si se podría explicar el sistema feudal comparándolo con las películas de El Señor de los Anillos. Los hay que sólo les interesa memorizar para poder vomitarlo lo mejor posible en el próximo examen. Los hay que se conforman con un seis o un cinco. Los hay, en su mayoría, que una vez pasa el periodo de clases a domicilio, consiguen olvidar lo aprendido y seguir con sus vidas sin preguntarse el por qué de las cosas, ni siquiera por qué aún seguimos hablando de memoria histórica y por qué es tan necesaria. Por fortuna, también los hay, que absorben conocimientos, cual esponja, para retenerlos en su interior como verdaderas enseñanzas de vida. En estos cinco meses me ha tocado lidiar con todo ello, en ocasiones con entusiasmo, a veces a desgana y otras por absoluta necesidad económica. Sin embargo, si algo estoy sacando en claro de esta experiencia es que sin educación no se llega a ningún lado. Sin educación es más fácil sucumbir a la manipulación, al engaño, a los falsos bulos, y por tanto, a no ser capaz de organizar en tu cabeza un discurso y una mirada crítica respecto a los temas más importantes, independientemente de su vigencia. ¡Que valiosa es la educación! Pero sobre todo, con que clarividencia y crudeza lo deja bien claro Tara Westover, (autora a la que a partir de este mismo momento tendré en mi punto de vista) en el que ya es uno de los libros del año. Una educación: autenticidad, superación y una huella en la memoria del lector.


   Mi experiencia con la educación, y con el sistema educativo así en general, no ha sido ni lineal ni del todo satisfactoria. Para empezar, nunca he sido una estudiante de grandes resultados académicos (las notas bien lo reflejan), sin embargo, de un tiempo a esta parte y después de reflexionar detenidamente al respecto, creo que como alumna he sido bastante coherente con mi forma de ser, mis principios, mis gustos y demás aspectos de índole personal. Me explico. Si bien era una absoluta negada para las matemáticas (las cuales me trajeron más de una vez por el camino de la amargura hasta el primer curso de bachiller), por el contrario, se me daba bastante bien escribir redacciones, pintar o ser capaz de asociar conceptos e ir más allá de lo que aparece en los libros de texto (algo que en parte se lo agradeceré siempre a los libros, las películas, a la música, a mis padres por llevarme de museos en lugar de quedarnos los domingos en casa viendo la tele y a aquellas primeras revistas de Muy Historia). Pero sobre todo, era consciente de que poseía imaginación, tan desbordante que a veces me daba vergüenza manifestarla delate de los compañeros de clase. Por aquel entonces ya escribía, pequeñas cositas, nada del otro mundo y seguramente con mil y un faltas de ortografía, pero lo hacía, y eso me hacía sentir bien, aunque fuese en la intimidad. A pesar de ello, muy pocas veces conseguí que esas cualidades fuesen tenidas en cuenta o simplemente valoradas, sobre todo por algunos profesores (tanto de Primaria como de Secundaria). Esa obsesión por los números, por la aritmética, por las medias, por ser la o el que mejores notas sacaba de todo el curso me estresaba, y me consta que no era la única. Y lo peor de todo, por lo menos eso sucedía en mi instituto, es que ser sobresaliente era sinónimo de pasión por las ciencias, algo que a día de hoy sigo sin comprender. Poco he hablado de esa clase de Cuarto de la ESO de letras, en la que juntaron a quienes querían en un futuro estudiar una carrera o un ciclo profesional con alumnos que pasaban olímpicamente de estudiar (y por tanto se dedicaban a tocarse las narices y armar follón). De hecho, y esto es completamente cierto, en el instituto al que iba a la clase de letras de cuarto se le conocía como la clase de los tontos y a la de ciencias la de los listos. Tal cual, sin medias tintas.

   Pasando por alto la traumática experiencia del bachillerato (a la cual he dedicado párrafos enteros en este espacio y en la que la angustia y los nervios estaban a la orden del día), mi llegada a la universidad fue estupenda. Creía que por fin se abriría un mundo ante mi. Sin embargo, al final distó un poco de ser idílica pues descubrí que hasta la época de la historia más apasionante puede resultar un calvario si cae en manos de una profesora o profesor nefasto. Después siguió el máster, cursos de escritura creativa, uno de guion... Y en todo, absolutamente todo y a pesar de las deficiencias de nuestro sistema de educación, conseguí aprender más allá de cultura general y conocimientos básicos, sino verdaderas lecciones de vida. Por eso, en cuanto tuve noticias del libro de Tara Westover no pude evitar resistirme a leerlo. Me chocó de buenas a primeras su sinopsis. No podía creer lo que mis ojos estaban leyendo. ¿De verdad me hallaba ante las memorias de una mujer que nunca había ido a la escuela? Es decir, ¿Ante una persona que no sabía si quiera que era el Holocausto antes de entrar en la Universidad? Sí, estaba ante ella, y por supuesto, ante su difícil testimonio. Cuando lo sostuve entre mis manos, sintiéndolo por fin mío tras liberarlo de un papel de regalo navideño, no pude evitar meterme de lleno en su lectura, y como consecuencia, conocer a sus hermanos, a su madre, a su padre, a sus abuelas y todo lo que los envuelve deseando que todo aquello que estaba leyendo no fuese cierto.

   En cuanto el lector se sumerge en Una educación ya no hay vuelta atrás. En otras palabras, que si tenías pensado compaginar este libro con otras lecturas olvídate. No os podéis imaginar lo adictiva que me resultó su lectura, hasta el punto de que retomarla aprovechando la mínima oportunidad (no hace falta entrar en términos escatológicos, ya me entendéis). Esto no fue debido a su estilo (freso, ameno, pulcro y abrumadoramente sincero) sino a la historia que Tara Westover narra en su ¿novela?, ¿autobiografía? ¿memorias noveladas tal vez?... Es en este punto donde debemos ahondar, aunque sean unas pocas líneas, en la peculiaridad de este texto. Pues, si no te llegan a decir que lo que estás leyendo pasó de verdad (insisto, de verdad de la buena) habría pasado perfectamente por un interesante libro de ficción. No obstante, en cuanto el lector se da cuenta de la veracidad de los hechos se queda literalmente de piedra, elevando como consecuencia el valor de lo que acabamos de leer o incluso presenciar. En ese sentido, el texto de Westover sigue la estela de otros autores como Karl Ove Knausgård o Mary Karr, los cuales se valen de algunos aspectos de su biografía para construir libros en los que la línea que separa la verdad de lo inventado es muy fina, por lo que de buenas a primeras no resulta una gran novedad. Sin embargo, si Una educación ha conseguido calar en los lectores no ha sido por explotar el género autobiográfico para construir una narración más o menos convincente, sino por el contenido de ésta y sobre todo por la universalidad de su mensaje.

   Para empezar, Westover nos ilustra la cara más desconocida e insólita de la década de los 90 en Estados Unidos. Mientras la gran superpotencia imponía su poder sobre el resto del mundo lanzando satélites y sistemas operativos al espacio, una familia decide anclarse, por voluntad propia, en la versión bestia y peligrosa del american way of life. Dicho de otra forma, en la inconsciencia de una vida supeditada a los delirios de un padre autoritario, fanático, mormón y firme defensor de las teorías de la conspiración más locas que os podáis imaginar. Con este panorama, observamos como Tara, al igual que el resto de sus hermanos, no va a la escuela, carece de un certificado de nacimiento, no está muy segura de la edad que tiene, y por supuesto, nunca ha sido vacunada. Los electrodomésticos así como objetos tan importantes como el teléfono van llegando poco a poco, su madre (una matrona que ejerce en contra de su voluntad) es la encargada de curarles cuando están enfermos o sufren accidentes (algunos de ellos terribles), el padre obliga a sus hijos a trabajar en el desguace (sin medidas de protección o seguridad) y hasta almacenan conservas de melocotón por si, según el patriarca, se produce un cataclismo y se quedan ellos solos en el mundo. Visto de esta forma, Tara Westover le da una patada a esa imagen tan idílica de la vida en el campo, y ya de paso, un puñetazo en el estómago de los lectores. En esta historia, por fortuna, existen dos puntos de inflexión: el momento en el que, gracias a su bonita voz, consigue entrar en un coro (lo cual la introduce indirectamente en el microcosmos de su localidad) y cuando, instada por uno de sus hermanos mayores, decide seguir sus pasos y prepararse el examen para acceso a la Universidad, ya que las clases que su madre le imparte en casa dejan mucho que desear.

   A partir de ese momento, cuando por fin consigue acceder a la Universidad (y no olvidemos, a un aula por primera vez en su vida) empieza la verdadera lucha: afrontar la evidente ruptura entre lo que ha vivido desde su más tierna infancia y ese mundo al que consigue, no sin dificultad y a trompicones, acceder. En otras palabras, el paso de ser una niña asilvestrada a una culta investigadora. Esta es una historia de superación, sí, pero más allá de eso, lo que importa son los traumas que Tara que aún arrastra, esas heridas cuyo proceso de sanación fue doloroso y lo que implica dejar atrás todas las enseñanzas y modo de vida en contra, por supuesto, de su padre. El choque emocional es brutal, tanto que el lector no puede evitar sentir pena, compasión, querer traspasar el papel para abrazar a Tara y decirle que la entendemos, que la comprendemos, que no se preocupe, que estamos con ella. A todo esto, la propia Westover no percibe su experiencia como un triunfo, sino como un proceso largo en el que la humildad y sobre todo la inseguridad de entonces todavía carga a su espalda. Como es obvio, el proceso de adaptación no es fácil. Tara narra con total sinceridad su supina ignorancia frente a algunos principios básicos relacionados con la higiene, la sexualidad, así como aspectos de cultura general o fobias a medicamentos. Desde pequeña mamó un mormonismo extremadamente fundamentalista, así que le costó mucho desprenderse de ese escepticismo ante las ayudas del gobierno o ese temor a que, un día, dios les libraría de un posible apocalipsis. En Una educación, Tara Westover no reniega de sus orígenes a pesar de haberlos dejado atrás, algo que refuerza la idea de Una educación como una novela constructiva (escrita desde lo contenido y no desde la rabia) y de reconciliación con su pasado, o más bien con su padre, la piedra angular de su infancia y adolescencia cuya sombra aún parece alargada.

   Tras leer Una educación el lector siente impotencia, incredulidad, enfado, tristeza, esperanza... Todo un torrente de emociones que vienen a confirmar o cimentar la base de este libro, el mensaje universal al que antes hacíamos referencia, y es que la educación lo es todo. Sin ella, como Tara Westover nos muestra, no somos nada ni nadie. O lo más duro, que las consecuencias de no haber disfrutado de ese derecho básico pueden traducirse en heridas incurables o que tardan en cicatrizar años. Y lo peor de todo es lo poco que la valoramos en nuestra sociedad. Desde que leí la experiencia de Westover ya no percibo la educación de la misma manera, como si algo se hubiese movido dentro de mi, como si por fin fuese consciente de lo privilegiados que somos al concebir la educación como algo normal. Una vez que cierras el libro, no puedes evitar pensar en todas aquellas niñas y niños que por infinidad de circunstancias (políticas, económicas, sociales o culturales) no pueden ir a la escuela o simplemente les está prohibido. No debemos olvidar, en este punto de la reseña, el caso de Malala Yousafzai (cuya defensa de la educación para las niñas casi le cuesta la vida en su país natal) o la necesidad de educar en igualdad (algo que, por mucho que se empeñen algunos, nunca conseguirán frenar años de reivindicación desde el movimiento feminista). Para finalizar, me gustaría desde aquí darle las gracias a Tara Westover. Gracias por tu franqueza, gracias por tus memorias (las cuales me han volado literalmente la cabeza), gracias por reafirmarme en mis posiciones respecto a la importancia de la educación, gracias por hacer que desprecie a todo aquel que no la valora como toca, gracias por despojarme de toda la hipocresía que en ocasiones me asalta, gracias por demostrarme que hasta en el país más desarrollado del mundo pueden existir un submundo donde la incultura se anteponga al conocimiento, gracias por hablar de tu familia (especialmente de tu padre, grandísimo y temible personaje) y por supuesto, gracias por haberme devuelto la fe en el ser humano. Hay lugar para el aprendizaje, pero también, para las segundas oportunidades, para la redención, para observar un mundo más allá de la Princesa.

   Una educación: una historia de superación, supervivencia, valor, fanatismo, impotencia, sinceridad, lucha, choque emocional... Una vida para ser leída, digerida y reposarla sobre los cimientos de nuestra sociedad.

Frases o párrafos favoritos:

"Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación."


¡Un saludo y a seguir leyendo!

martes, 16 de abril de 2019

RESEÑA: Fisiología del funcionariado.

FISIOLOGÍA DEL FUNCIONARIADO

Título: Fisiología del funcionario.

Autor: Honoré de Balzac (Tours, 1799-París, 1850) es autor de una de las obras más extensas e influyentes de la literatura universal; está considerado como uno de los fundadores de la novela moderna y un extraordinario observador de la naturaleza humana. En Fisiología del funcionario, describe con precisión de cirujano el mundo de la administración parisina del siglo XIX. Balzac nos muestra su gusto por las clasificaciones y taxonomías, que son uno de los elementos fundamentales de su obra La comedia humana. (Fuente: Editorial).


Editorial: Mármara.

Idioma: Francés.

Traductor: Hugo Savino.

Sinopsis: En su particular anhelo por cambiar el mundo a través de la literatura, en esta Fisiología del funcionario nos encontramos con un Balzac desconocido; convertido ahora en un panfletista incisivo y virtuoso que nos descubre el funcionamiento de la administración. (Fuente: Editorial).

Su lectura me ha parecido:

   Divertido, irónico, mordaz, completo, detallista, crítico, libre, a ratos desternillante, una lectura de bolsillo de verdad... Si en este país existe una profesión al rededor de la cual se han construido infinidad de estereotipos, convirtiéndose de este modo en objeto de burla o de una imagen preconcebida, esa es sin duda la del funcionariado. Desde los que mantienen el hecho de que éstas y éstos no hacen nada durante su jornada laboral (a parte de percibir su salario todos los meses), así como los que directamente les desprecian por considerarlos una especie de clase privilegiada dentro de la jerarquía laboral (sobre todo en periodos de dura crisis económica). La realidad, queridas y queridos, dista mucho de lo que dichos tópicos nos han inculcado en el imaginario colectivo y popular, ya que para llegar a serlo hay que estudiar una oposición (algunas de ellas extraordinariamente duras), oposiciones que, por supuesto, no se suelen convocar muy a menudo. Este proceso puede llevar años de mucha incertidumbre, impotencia, rabia, desgaste intelectual y mucha paciencia. Cuando se consigue superar la prueba, toca el momento de la asignación de plaza, momento en el que nunca llueve a gusto de todos, ya que sólo las y los primeros en la lista (los que mayores notas sacan) son los que tienen más posibilidades de optar a esa plaza deseada (en tu propia ciudad, en tu propio barrio, en tu propia calle, asociada al ámbito en al que tanto ansías pertenecer...). Mientras que el resto, tienen que contentarse con la que les toca, porque no tienen más remedio, resignándose a soportar largos trayectos en bus, tren o directamente sucumbir la necesidad, que no deseo, de mudarse al lugar al que tienes que acudir según tu plaza concedida. La vida no es justa, como acabamos de comprobar, tampoco lo es para las y los funcionarios. Por eso, el humor inteligente y afrancesado siempre viene bien, aunque sea para templar los ánimos, aunque sea para combatir y soportar toda clase de mofas con, irónicamente, más mofas.

   En Fisiología del funcionario (un pequeño panfleto literario de cuya existencia una servidora ignoraba) y que acabó en mi estantería gracias a una breve pero ardua incursión en la literatura de Balzaquiana. Si no hubiera leído Memorias de dos jóvenes esposas, tal vez no hubiese aceptado el reto de reencontrarme con ese monstruo de las letras francesas al que todos temen y adoran al mismo tiempo. Mi relación con el realismo es verdaderamente paradójica, ya que lo adoro desde el punto de vista histórico pero lo temo desde el ámbito más mundano, el de lectora común. De hecho, hay países en que en lo que a realismo se refiere, para mi están vetados por el momento. Rusia y prácticamente la mayoría de sus escritores del XIX me resultan abrumadores, hasta el punto de sentir verdadero terror a adentrarme de nuevo en algunas de sus novelas (aún me dura el trauma que cogí por culpa de Guerra y Paz). Y aunque he dado pasos importantes al respecto, como leer Primer amor de Turguénev, todavía no me atrevo con los Dostoyevskis y por supuesto con los Tolstóis. Y es que la única novela rusa considerada realista no era exactamente cien por cien rusa, sino más bien francesa, de la cuerda de Flaubert, cuya Madame Bovary marcó un antes y un después en mi educación lectora y en mi relación con los clásicos. Sin embargo, no todos los escritores realistas franceses eran Gustave Flaubert ni sus heroínas se parecían a la compleja Emma Bovary. Por eso existe Zola (padre del naturalismo y autor que todavía se me resiste) y por supuesto Balzac, cuya sombra se extiende más allá de la literatura. La lectura de Memorias de dos jóvenes esposas me impresionó, me descubrió a un autor capaz de moverse como pez en el agua dentro de la psicología femenina de la época, pero también, conocí una forma de escribir tan compleja que en ocasiones estuve tentada de abandonar su lectura. La relación del lector con el realismo es así: o lo amas o lo odias. Por fortuna, existen términos medios, y Fisiología del funcionario es un buen ejemplo de ello.

   Como he comentado antes, Fisiología del funcionario es un panfleto (pero también podría tratarse de un folleto informativo, de una sátira vendida por entregas o simplemente de una obra menor dentro de la extensa producción de Balzac). Y como buen panfleto, folleto, sátira u obra menor no busca tanto impresionar al lector con la riqueza de su lenguaje (algo que si consigue en la época actual), sino causar impresión para ser leído con ímpetu, ganas, curiosidad y sobre todo con rapidez. Sorprende que el lector actual, el del siglo XXI, digiera tan bien un texto que vio por vez primera la luz en el año 1841. Y no es para menos, ya que su tema (el de la jerarquía dentro del universo y ecosistema del funcionariado) nos es conocida. No somos unas o unos expertos en el tema, pero muchos conocemos al menos a un funcionario o funcionaria. La persona que nos ha renovado el carnet de identidad, la que nos ha soportado de adolescentes en cualquier aula de cualquier colegio público, la que tramita nuestros datos a la hora de pedir una ayuda o solicitar alguna beca al estado, la que permite que muchos amantes de la lectura podamos pedir prestados libros de la biblioteca... Existen tantos ejemplos que prácticamente es imposible contarlos con los dedos de las dos manos. Basándose en esa suposición, la que dice que todas y todos sabemos de la existencia del funcionariado y su papel en nuestra sociedad, Balzac construye de la forma más irónica y refinada posible la descripción de su jerarquía.

   Mediante apartados, el autor francés nos desgrana sus características, curiosa jornada laboral así como cuestiones tan importantes como el sueldo, y demás curiosidades variopintas como los días de fiesta, sus rivalidades, su dieta, su estado civil, las veces que practican sexo a la semana, los entresijos de su lenguaje administrativo, sus inclinaciones políticas, sus respectivas viviendas las cuales varían dependiendo del rango del funcionario en cuestión, el número de hijos, su inclinación atea o religiosa, su nivel de "aborregamiento" según el puesto de responsabilidad e incluso dedica un capítulo entero a describir las características pormenorizada de un despacho usado con fines públicos. Cual rana a punto de ser diseccionada por un científico en pos del descubrimiento, el intelectualismo y la ciencia. Todo ello, por si ya no fuera suficiente, acompañado de axiomas (los cuales podemos encontrar al final de casi todos los capítulos), perfectamente numerados y que acaban por redondear el discurso expuesto en dicho apartado del libro. Éstos, los axiomas, junto con las quisquillosas descripciones, son tal vez lo más divertido de este texto, los cuales, en ocasiones, esconden grandes dosis de mala leche además de enormes verdades ante las que el lector no puede evitar arrodillarse y aplaudir hasta que le escuezan las palmas de las manos. Mención a parte merecen las cómicas y originales ilustraciones de Luis Joseph Trimolet que acompañan a la presente edición. En este caso no sólo cumplen la función para las que fueron creadas, la de ilustrar al lector de lo que Balzac está hablando, sino que además, su carácter sencillo tirando hacia lo grotesco acaban por evidenciar la provocativa esencia del libro en cuestión.

   La originalidad de su punto de vista (más próximo al de un biólogo que diserta sobre una nueva criatura descubierta en el reino animal) así como su tronchante y agudo estilo convierten a Fisiología del funcionariado en un texto atemporal, vivo, actual y que nos demuestra dos cosas. La primera, lo poco que, en cierto modo, ha cambiado la percepción que tiene la sociedad del funcionario, tanto del sistema que lo engloba, como de su jerarquía así como de las labores que éste tiene que ejecutar. Las cosas han evolucionado, ya no hablamos sólo de funcionarios, sino también y por fortuna, de funcionarias, por no hablar de que las condiciones laborales y salariales distan mucho de las de aquellos 40.000 funcionarios de los que Balzac habla en su libro. Pero sin duda, la imagen que todos asociamos del funcionario de manual no dista mucho de la que Balzac se burla. Y la segunda, que desde el siglo XIX el ser humano no ha cambiado ni un ápice en el terreno del humor. Todavía seguimos haciendo chistes de todas las profesiones habidas y por haber, sobre todo en España, país en el que nos hemos reído de todo y de todos. En tiempos donde la libertad de expresión está más cuestionada que nunca, merece la pena retornar a los clásicos, de la literatura también, para respirar entre tanto humo. Está claro que hay chistes que no deberían seguir haciéndose (por cuestiones de raza, condición sexual o por su importante carga machista), sin embargo, y tras leer Fisiología del funcionariado, me gustaría romper una lanza por Balzac, homenajearlo, rendirme ante su genialidad. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que regalándole un ejemplar a esa funcionaria o funcionario que se sienta a tu lado en las reuniones familiares? Sí, a esa o ese que trata de venderte el trabajo en la administración pública como lo mejor del mundo, esa o ese que trata de convencerte para que te pases los próximos años de tu vida estudiando una oposición cuando, en realidad, tus planes de vida y de futuro van por otros derroteros. Tal vez, de esta forma las conversaciones sobre la rutina de los funcionarios fuesen menos aburridas. Os lo dice una servidora, a cuya mesa se sientan, por el momento, dos funcionarias. ¡Suficientes!

   Fisiología del funcionariado: un texto sobre estereotipos, humor ácido, descripciones cuasi científicas, tareas sin fin, clases sociales dentro de la jerarquía, privilegiados, intermediarios, pobres desgraciados con sueldos aceptables... El manual definitivo, y divertido, sobre la profesión.

Frases o párrafos favoritos:

"El escritorio es la cáscara de funcionario. No hay escritorio sin funcionario ni funcionario sin escritorio."

Cortesía de Mármara Ediciones 

jueves, 11 de abril de 2019

RESEÑA: La memoria del aire.

LA MEMORIA DEL AIRE

Título: La memoria del aire.

Autora: Caroline Lamarche (Liège 1955). Novelista, poeta y autora de piezas para radio.A pesar de haber nacido en Bélgica, pasó su infancia y juventud en España y Francia. Tras viajar a África para enseñar francés e inglés, se instaló en Bruselas. Ha publicado recienteente con Gallimard Carnets d´une soumise de province (2004), Karl et Lola (2007), La Chienne de Naha (2012), La mémoire de l´air (2014) y Dans la maison un grand cerf (2017). (Fuente Editorial)


Editorial: Tránsito.

Idioma: francés.

Traductora: Raquel Vicedo.

Sinopsis: La memoria del aire comienza con un sueño. La narradora, la propia Caroline Lamarche, ve a una mujer muerta: es ella misma pero hace más de veinte años, «como si hubiese estado todo este tiempo muriendo». Este sueño abre una brecha hacia el pasado: desde entonces, cada día la narradora va a visitar a la muerta y conversa con ella. Los recuerdos afloran en forma de monólogo: su relación durante siete años con un hombre depresivo e iracundo, la crueldad de los juegos amorosos que vivió con él y, finalmente, la historia de cuando escuchó de otro hombre: "si lloras, te mato".En este relato autobiográfico, tan rotundo y estremecedor como onírico y poético, Lamarche ahonda en la vulnerabilidad de la infancia, en las relaciones de poder que forman la dependencia afectiva y, sobre todo, en esa violencia que nunca debería de ser consustancial al amor y que, sin embargo, tan a menudo lo es. (Fuente Editorial).

Su lectura me ha parecido:

   Intensa, necesaria, breve, precisa, con una sensibilidad poética admirable, reflexiva, descarnada, un ejercicio de autocomprensión... En tiempos en los que la gente corre más que nunca, en los que es difícil encontrar a alguien que mire los acontecimientos a través de los ojos y no de una pantalla, en los que existe una obligación de estar presente en el mundo, en los que debes de estar constantemente al día y en los que, en el terreno de la literatura, cada vez más libros llevan como complemento la etiqueta "fast"; existe esperanza. Nadie dijo que fuera fácil, y menos entre tanta portada atractiva e historia que te vende la idea de "tensión hasta el último párrafo". Pero todavía existen editoriales (valientes y kamikazes al mismo tiempo), que lejos de obedecer las doctrinas de nuestro tiempo tan cambiante, apuestan por la calidad, en otras palabras, por rozar con los dedos la piel de los lectores. Todas y todos conocemos esta clase de libros. Cuesta encontrarlos en la librerías, normalmente no se encuentran en sus grandes escaparates, sino en las abarrotadas estanterías, junto a otros títulos. El lector común no los encontrará, ya que, muy a nuestro pesar, sólo se detiene frente al expositor que con el que se topa nada más entrar por la puerta de cualquier templo literario. Entre ellas puede haber algún texto excelente, sí, pero para avanzar de nivel, para no llevarte autenticas decepciones, para encontrar joyas que de verdad merecen la pena; debes pasar de largo, dirigirte a la estantería y repasar los lomos de cada uno de los libros. Sé que es una tarea compleja, que una o uno puede perderse entre la inmensidad y que en ocasiones dicha tarea puede resultar desesperante. Como buscar una aguja en un pajar. Pero sólo así se descubren los tesoros, esas historias que relucen entre sus humildes envoltorios estéticos, esas que, probablemente, acaben alojándose en tu memoria nada más finalizar su lectura. Eso sí, una advertencia, requieren tiempo, una involucración que va más allá de la propia trama, una necesaria digestión y finalmente una conclusión a partir de las reflexiones suscitadas. Ese y no otro fue el camino que seguí, casi sin darme cuenta, con La memoria del aire de Caroline Lamarche, la segunda novela que la joven editorial Tránsito publicó hace ahora unos meses.

   A veces la humildad es el elemento más importante a la hora de editar libros. Esta bien querer aspirar a más y pretender asaltar los cielos en cuanto se atisbe la más mínima oportunidad. No obstante, también se puede alcanzar la gloria, y lo más importante, el corazón de los lectores a base de escoger buenas historias, ofrecer una impecable traducción y por último abrigarlas de ediciones que, aunque no llamen la atención a primera vista, basta con echarle un vistazo a su interior para saber que merece la pena. Eso mismo fue lo que me llamó la atención de Tránsito editorial y la razón por la que decidí leer y reseñar la presente novela. Su combinación de historias la mar de apetecibles (algunas de ellas consiguen entrarte por los ojos como ese suculento postre al que es imposible resistirse) y unas portadas cuya sencillez es un ejemplo para muchas otras editoriales del panorama literario actual. Monocromáticas y collages más sugerentes que reflexivos, los cuales incentivan al lector más despierto a imaginar su significado. En el caso de La memoria del aire, la portada en si no nos ofrece muchas pistas (a pesar de su originalidad), algo que por el contrario si ofrece su título.

   La crítica de La memoria del aire podría abordarse desde distintos puntos de vista, pues a pesar de su extraordinaria brevedad (cuando el lector llega al final se queda con ganas de más a pesar del largo y pedregoso camino que ha recorrido desde su inicio hasta la última palabra), deja un poso para poder referirse a ella de muchas formas. La memoria del aire podría considerarse, en primer lugar, como una novela personalista y centrada por tanto, en ese subjetivismo en la literatura del que ahora somos testigos y que ha ido en aumento en los último años. Esa novelización del "yo" no deja de ser sintomática de una sociedad en la que cada vez damos más importancia al individualismo, y por consiguiente, a todo lo que eso afecta. Nuestra felicidad, nuestra tristeza, nuestra opinión, nuestra preocupación, nuestra desdicha, nuestra fortaleza... Nuestra vida en general. Pero la "literatura del yo" no muestra una historia en la que la o el protagonista, con X conflicto interno, se relaciona con una serie de personajes secundarios, sino que debería ofrecer una exploración, lo más exhaustiva y profunda posible, de ese agujero en el interior del corazón, el estómago o la cabeza del protagonista de la historia. Lejos de caer en topicazos o temas excesivamente manidos, Lamarche sumerge al lector ya no en una exploración, sino en una búsqueda, en un viaje, en un tren que desciende hasta el germen de todo. Y lo encuentra, ¡vaya si lo encuentra!, en lo que hasta hace unos años estaría completamente invisibilizado: una traumática y tóxica relación de pareja.

   Es en este punto donde, además de una oda al subjetivismo bien construido y justificado, deberíamos estar hablando de novela con tintes claramente autobiográficos. No es un secreto que muchas escritoras y escritores se han basado en su propia vida para escribir algunas de sus novelas más famosas y que a la larga han resultado trascendentales. De una relación amorosa con tintes platónicos surgió la Divina Comedia, uno de los textos más importantes de la literatura universal y que Dante dedicó única y exclusivamente a Beatriz, su amor, su inspiración, su luz, capaz de hacerle recorrer el Infierno, atravesar el Purgatorio para finalmente ascender al Paraíso donde poder, al fin, reencontrarse con ella. No es este el caso de Caroline Lamarche en La memoria del aire, pues si de algo es memoria este libro es de las oscuras sombras de una relación (por fortuna finalizada) y el recuerdo amargo de ella una vez transcurrido el tiempo. Por medio de brevísimos retales, Lamarche nos disecciona los recovecos de un amor brutal, violento, en donde la protagonista sufre todo tipo de descréditos, golpes y puñaladas contra su propia autoestima. Dividida en dos partes, la autora no duda en hablarnos en primer lugar (desde un estilo preciso pero enormemente poético) de aquel hombre con la justa frialdad que requiere esta reflexión a posteriori para luego, en segundo lugar, retornar a un recuerdo traumático de su pasado que vuelve con fuerza a su vida a raíz de esta terrible situación sentimental. Su lectura, como ya apuntaba al principio de la presente reseña, necesita tiempo, dedicación, detenerse unos instantes tras leer un capítulo, uno de los muchos testimonios que la autora vierte sobre los ojos del lector. Pero también, por si fuera poco, La memoria del aire necesita reposo, el necesario para que, una vez asentada y digerida toda la información, éste consiga extender sobre la mesa (o sobre el teclado del ordenador, según se mire) esa huella imborrable y eterna. Personalmente, la experiencia de encontrarme por vez primera con Lamarche y su literatura ha sido de entendimiento, de comprensión, e incluso de compañía. Jamás me he visto en la situación que la autora belga narra con tanta vehemencia y delicadeza. Ojalá no conozca nunca esa clase de miedo, cuyo olor a muerte y terror de seguro conseguirían estremecerme. De lo que sí estoy segura, por desgracia, es en el hecho de que muchas mujeres pueden haberse identificado con su protagonista.

   El amor romántico mata, lo dice Lamarche, lo digo yo y lo dicen infinidad de intelectuales y voces anónimas a las que la historia, de seguro, algún día pondrá en su lugar. Y es que desde bien pequeñitas se nos ha metido en la cabeza la idea de que los príncipes azules existen de verdad y que somos nosotras las que debemos ser rescatadas de los dragones (o lo que es lo mismo, de cualquier adversidad que se nos presente en la vida). Sin embargo, todavía es más interesante ver como la propia Lamarche, en un ejercicio de autocrítica y reflexión más allá de que los ojos ven, bucea, se sumerge, consiguiendo llegar hasta los mismos cimientos de la construcción del patriarcado universal. Observa cada una de las patas que lo sostienen, deteniéndose especialmente en una, la que lleva por nombre "culpa femenina". Y es que Lamarche tiene razón cuando en La memoria del aire dice que gran parte de la desigualdad entre hombres y mujeres se ha construido a base de minar la autoestima de la mujer haciéndole creer que la culpa de todo es suya. Así como el instinto de supervivencia aflora en cada uno de nosotros en el caso de necesidad, el de culpa surge de manera innata en el sexo femenino como si fuera algo normal, cuando en realidad no lo es. Por no hablar de, en relación con esto último, la creencia de que el hombre es el único capaz de hacer entrar en razón a la mujer cuando ésta niega esa culpa. "La sociedad es cómplice del hombre", ese debería ser el nombre de otra de las patas que con firmeza han sujetado siglos de salvaje patriarcado. La normalización de la superioridad del varón en todos los aspectos de la vida confirma a la propia Lamarche lo que ya se temía, que es necesaria y urgente implantar una perspectiva de género en los principales resortes de defensa jurídica, sanitaria y policial para afrontar ciertos procesos en igualdad de condiciones. Algo que, si echamos un vistazo a nuestra actualidad más acuciante, está lejos de ser una realidad.

   El rojo es el color protagonista de la presente portada, así como el de la sangre y como el de la capa de Caperucita Roja. Libro que, por cierto, acaba de ser retirado de la biblioteca escolar de un colegio de Barcelona por considerarse sexista según una noticia de la que ayer se hicieron eco incontables medios de comunicación de este país. El machismo está presente en muchos libros infantiles (en parte porque fueron escritos en épocas pasadas en las que éste estaba a la orden del día y estaba más aceptado). Por tanto, es un error pensar que sólo por leer La cenicienta, La sirenita o Los tres cerditos las niñas y los niños van a adquirir automáticamente comportamientos machistas. Si algo me ha enseñado la lectura de Lamarche ha sido a que, sí, los referentes culturales pueden influir sobre los comportamientos de las futuras generaciones pero... ¿Un padre o una madre no lo son más? ¿No puede el niño llegar a desarrollar comportamientos machistas a partir de lo que observe en el entorno familiar? ¿Y si el problema, en realidad, no son tanto los libros como una educación doméstica sesgada entre niños y niñas? Creer en príncipes azules no es bueno, pero tampoco lo es asumir que a ti te toca fregar los platos mientras tu hermano se sienta a ver la tele.

La memoria del aire: una historia de desgarro, evidencias, denuncia, autocomprensión, reflexión, necesaria lectura y debate... Las profundas heridas del amor romántico.

Frases o párrafos favoritos:

"Querida muerta, mantén los ojos cerrados si quieres, pero abre bien las orejas: aquel a quien amé durante siete años no consideró necesario comunicarle a su madre que yo existía, que era, como él decía, la mujer de su vida (...) Sin embargo, este hombre, el hombre de antes, que a partir de ahora llamaré, por simplificar, Deantes, Deantes, pues había acabado de conocer a toda mi familia."

Cortesía de Editorial Tránsito

martes, 9 de abril de 2019

RESEÑA: La hermosa burócrata.

LA HERMOSA BURÓCRATA

Título: La hermosa burócrata.

Autora: Helen Phillips (Colorado, 1983) actualmente vive en Nueva York, donde imparte clases en el Brooklyn College. La hermosa burócrata la situó a la vanguardia de la nueva generación de jóvenes narradores que está revolucionando el panorama literario estadounidense. Ha publicado también las colecciones de relatos And Yet They Were Happy (2011) y Some Possible Solutions (2016). Su obra ha sido merecedora de numerosas distinciones. (Fuente: Siruela).



Editorial: Siruela:

Idioma: inglés.

Traductor: Daniel de la Rubia.

Sinopsis: Si las perspectivas laborales no hubieran sido tan sombrías durante ese húmedo verano, es probable que Josephine no hubiera aceptado el puesto de administrativa en un edificio sin ventanas situado en la periferia. Su tarea consiste, exclusivamente, en introducir interminables series numéricas en la enigmática Base de Datos. Pero a medida que pasan los días y los inescrutables impresos llenos de cifras se van acumulando, Josephine empieza a sentirse cada vez más amenazada por el inquietante entorno: el zumbido de la ventilación, el color rosáceo de las paredes, el eco en los largos pasillos... Cuando su marido desaparece de improviso y la verdad sobre la naturaleza de su empleo comienza a perfilarse, su creciente malestar se transforma, ahora sí, en absoluto temor. (Fuente: Siruela).

Su lectura me ha parecido: extraña, misteriosa, con un arranque inolvidable, claustrofóbica, desconcertante, mejor no preguntar por su desenlace..."No es difícil acostumbrarse a todo, particularmente cuando se ve a los demás hacer lo mismo." Así se expresaba León Tolstoi en su famosísima y siempre reivindicada Anna Karenina. Y es que de un tiempo a esta parte, el ser humano ha sido consciente del poder alienador que las altas esferas ejercen sobre todas los aspectos, hasta del detalle más mínimo de nuestra cotidianeidad, pero también, de lo difícil que resulta desprenderse de él sin llevarse por delante gran parte de lo que, con esfuerzo, hemos conseguido construir. Algo que, con la gigantesca influencia de las nuevas tecnologías (en especial las que consiguen deprimirnos o activar nuestra euforia con tan sólo un "like"), es un esfuerzo cada vez más titánico. De ahí, en parte, la resignación, el "tragar con todo", la impotencia, el acostumbrarse a que las cosas son así y punto. Retomando las sabias palabras del escritor ruso, diremos que, a fin de cuentas, como el resto hace lo mismo, ¿yo por qué voy a ser menos? No vaya a ser que me meta en un problema y vea mi proyecto de vida truncado. Además, todo es aceptarlo y que el tiempo siga corriendo, rápido, veloz, sin sobresaltos, sin que se detenga con un golpe seco.  Esa filosofía del conformismo (esa palabra que en ocasiones tanto odio), explica gran parte de nuestros errores como sociedad, además de fomentar un pensamiento poco proclive a formular cualquier crítica. Sin embargo, cuando aplicamos esta misma filosofía al mundo del trabajo, entonces ésta saca sus fauces a relucir y las pasea para que todas y todos vean lo que les puede suceder si no cumplen con la política de la empresa. Y lo peor de todo es que, como dependemos de un salario a final de mes, acatamos todo lo que los echen con tal de aferrarnos a un empleo que, por muy horrible o mal pagado que esté, al fin y al cabo es trabajo. La precariedad, así como ese conformismo mal llevado, son los motivos que obligan a Josephine, protagonista de la novela que hoy reseñamos, a aceptar un puesto en el lugar menos inspirador y cerrado (literalmente) de cuantos la imaginación haya podido imaginar. La hermosa burócrata: una particular e indescriptible distopía sobre las consecuencias de la alienación.

     La historia de como La hermosa burócrata acabó en mis manos es bien sencilla y en línea con esa tradición literaria a la que, como lectora y fan absoluta, me he aferrado. Las distopías (subgénero dentro de la ciencia ficción) siempre me han entusiasmado, flipado y volado la cabeza con sus visiones de esos mundos futuros devastados y sujetos a regímenes totalitarios en los que nadie desearía vivir. Desde aquella primera y memorable lectura de 1984 de George Orwell, así como las posteriores de Un mundo feliz de Aldoux Huxley y Farenheit 451, no pude evitar caer rendida a sus pies. Me dieron tanto miedo su imaginación, me provocaron tantas reflexiones, en definitiva, me causaron tanta impresión que decidí, entre los años 2014 y 2015 poner punto y final a la carrera de Historia con un Trabajo Final de Grado relacionando dichas lecturas, entre otras, con su contexto, con la época en la que se habían escrito, que casualmente coincidía con el auge de los mayores regímenes totalitaristas de los que la humanidad ha sido testigo. ¿Serían una crítica a dichos sistemas políticos? ¿Y de estar en lo cierto, a cual lanzan sus puntiagudos dardos? ¿O más bien estamos no ante una feroz crítica, sino ante una descripción de algunos de ellos, ante su inspiración llevada a su máximo extremo? Todas esas preguntas, a las que más o menos conseguí encontrar respuesta, rondaban en mi cabeza cada vez que me adentraba, con gran entusiasmo, en el interior de una nueva distopía.

    Desde entonces, desde que descubrí a los que todo el mundo conoce como "padres" de la distopía del siglo XX, han sido muchas las que, con mayor o menor fortuna, han pasado por mis manos y por mis ojos. Sin embargo, cuando conseguí, tras años de espera y mucha paciencia (ya que por aquel entonces el libro estaba inexplicablemente descatalogado) meterme de lleno en la lectura de El cuento de la Criada, algo cambió en mi interior. Estaba leyendo una distopía, tenía muchas cosas en común con las escritas por los grandes del subgénero, sin embargo, el punto de vista era totalmente diferente. Aquella fue la primera vez que leí una distopía protagonizada por una mujer y narrada desde su punto de vista. Lejos de quedarse ahí el asunto, El cuento de la Criada también mostraba al lector una distopía horrible, para todos, pero especialmente para las mujeres (no hace falta que me explaye en los detalles ya que muchas y muchos habréis visto la serie, y si no la habéis visto, ya estáis tardando), las cuales son las principales víctimas de Gilead (Estados Unidos). Sin duda, la novela de Margaret Atwood marcó un antes y un después en mi incesante búsqueda de distopías literarias. Seguí leyendo a autores, pero mi interés hacia la mirada femenina aumentó considerablemente, sobre todo en los últimos años. De ahí que no me pudiera resistir a hacerme con un ejemplar de La hermosa burócrata. Una distopía que apuntaba maneras, cuya sinopsis había conseguido removerme por dentro y a la que se añadía una autora que, según la breve biografía de la solapa, estaba considerada como una de las mejores de su generación. Y sí, al principio fue bien, mejor que nunca. El problema llegó cuando, una vez me encaminaba a la recta final de su lectura, ésta acabó tornándose algo confusa.

   Si existiera un color para definir la lectura, así como la trama de la novela de Phillips, ese es el gris. Pero no en su versión marengo, tan sofisticada, sino en una gama más apagada y fría, como la rugosa pared de ese trozo de edificio mal derruido en medio de un descampado, como ese escalofrío que recorre nuestro cuerpo cuando colocamos un dedo sobre el cristal de la ventana en una tarde helada y lluviosa. Gris no significa simple, ni anodino, es la fusión del blanco y negro, el resultado de una simple mezcla que, si se aglutina, si se empasta, si se funde correctamente, puede deparar algo grandioso. Eso pensaba cuando me adentré en La hermosa burócrata, de hecho, esa sensación de estar ante algo verdaderamente potente y gris (muy gris) me mantuvo en vilo desde el mismo inicio de la novela. Tan memorable como estremecedor. Hacía tiempo que no leía algo tan seco, tan frío, tan directo y que al mismo tiempo me provocase infinidad de emociones.

   Su premisa, la de una mujer (Josephine Anne Newbury) que tras mucho tiempo en dique seco (es decir, en el paro), accede a un empleo de todo menos alentador, no puede ser más actual. Si lo miramos con los ojos de quienes llevamos años y años luchando entre la precariedad y el desempleo, es muy probable que muchas y muchos acabemos identificándonos con los problemas e impresiones de Josephine. Sin ir más lejos, el primer capítulo podría reflejar a la perfección ese grado de despersonalización (llevado por supuesto al extremo) al que últimamente se está encaminando el mundo laboral. Josephine entra a trabajar en un lugar sombrío, austero, sin ventanas. El lector desconoce por completo quien le entrevista, no sabe si es un hombre, una mujer o incluso un robot. Para Josephine, y por supuesto para el que acaba leyendo esta novela, siempre será "La Persona con Mal Aliento". Al no haber ventanas, no hay ventilación ni luz que entre desde el exterior, por tanto, la autora nos sumerge en un entorno altamente claustrofóbico con el fin de que nos creamos constreñidos entre techo y pared, entre silla y mesa, entre empleada y labor. Sabemos en qué consiste el nuevo trabajo de Josephine, el cual no puede ser más desalentador. Una tarea tan monótona como meter conceptos en una base de datos aburre a cualquiera, destruye, desquicia... Pero ella sigue ahí, porque la situación no es buena, porque necesita trabajar, porque tiene sueños, porque comparte su vida con alguien a quien ama.

   Sin embargo, el detonante surge cuando, de forma totalmente inesperada, su marido, el amor de su vida, desaparece sin dejar rastro. Es entonces cuando el lector se encamina a una narración basada en un supuesto (para nada novedoso en literatura pero claramente interesante en el caso de La hermosa burócrata). ¿Podrá Josephine seguir en ese trabajo tras el abandono de su pareja? ¿Podrá pasar por alto sus sospechas acerca de los elementos que constantemente introduce en la abominable máquina? ¿Mantendrá su actitud dócil y sumisa ante "La Persona con Mal Aliento"? A esas y a más preguntas pretende responder Phillips en esta novela. No obstante, y a pesar de ese brutal arranque y esa manida pero interesante propuesta (dentro de las distopías literarias todavía quedan muchos frentes abiertos), la trama parece enredarse, hasta el punto de meterse en un callejón sin salida, en un jardín del que es complicado salir indemne. Algo que, en prejuicio del lector, la autora arregla de una forma un tanto abrupta, creando la sensación en el lector de que acaba de asistir a un enredo mayor. Tan extraño, tan incongruente, tan "no lo he pillado pero seguro que tiene su significado". Y no lo dudo, pero en esta ocasión, la idea que tenía Phillips en la cabeza, que de seguro que era buena, no acaba de plasmarse perfectamente sobre el papel.

   A pesar de este ligero descalabro en cuanto a su final, en general me ha parecido una propuesta  muy interesante y digna de ser apreciada tanto por los lectores como por el mundo intelectual. Ya que no son pocas las reflexiones que su lectura plantea entorno a como, dentro del sistema capitalista, concebimos la acción de trabajar o el hecho de tener un trabajo. "Trabajo" en todas sus concepciones posibles. Pero también, y es ahí donde encuentro la mayor virtud de esta novela, en el hecho de que, a pesar de que desde la editorial nos la venden como una distopía, en realidad, el lector que se adentra en ella no percibe esa sensación. Es más, parece que esté hablando del momento actual, de la realidad más acuciante, de la vida de todas aquellas personas que, como ganado, se meten en los autobuses o el metro para dirigirse a sus respectivos empleos sin más motivación que la de la subsistencia económica. Sin importar cual de infelices son haciendo su trabajo o si éste resulta más esclavo de lo que aparenta. Tras leer La hermosa burócrata y recorrer junto a Josephine cada uno de los extractos de ese sistema en el que se ve imbuida, una no puede evitar preguntarse si estamos ante una fantasía novelada o ante nuestra propia rutina, ante nuestra propia hipocresía respecto al conformismo o simplemente ante el futuro, hasta donde estaríamos dispuestos a llegar si el capitalismo más salvaje acaba construyendo edificios sin ventanas, autómatas frente a ordenadores o máquinas cuyo último fin el trabajador desconoce por completo.  La hermosa burócrata: una historia de alienación, presión, jerarquía, expectativas, fracasos, inquietudes aplastadas, monotonía, locura, tecnología... ¿Trabajo al servicio de quién?

Frases o párrafos favoritos:

"Experimentó un timorato instante de miedo cuando empujó la robusta puerta. Pero cuando ésta ser abrió, no saltó ninguna alarma y se encontró con una escalera donde reinaba el silencio. Los escalones de cemento se perdían hacia arriba y hacia abajo, son que fuera posible ver dónde terminaban."

Cortesía de Siruela