viernes, 1 de marzo de 2019

RESEÑA: Primer amor.

PRIMER AMOR

Título: Primer amor.

Autor: Iván Turguénev (Oriol, Imperio Ruso, 1818 - Bougival, Francia, 1883) fue un escritor, novelista y dramaturgo considerado el más europeísta de los narradores rusos del XIX. Descendiente de una familia de terratenientes, su infancia estaría marcada por una madre autoritaria y un padre ausente. En 1838 es enviado a estudiar filosofía e historia en la universidad de Berlín. Contrario del sistema de servidumbre no tardó en trasladarse a vivir a Francia donde permanecería hasta el resto de sus días y donde entablaría una gran amistad con el escritor Gustave Flaubert. Fueron especialmente famosas las tensas relaciones que Turguénev mantuvo con Fiódor Dostoievsky y León Tolstoi, con éste último incluso estuvo a punto de batirse en duelo. De su amplia producción literaria destacan Padres e hijos, Memorias de un cazador, Diario de un hombre superfluo, Humo, En vísperas, Rudin y por supuesto Primer amor. Falleció a los 64 de un tumor en la médula espinal, siendo sus restos trasladados y finalmente enterrados en el cementerio de San Petersburgo. (Fuente: Alianza Editorial).



Editorial: Alianza Editorial.

Idioma: ruso.

Traductora: Natalia Dvórkina.

Sinopsis: "pocos lectores, en efecto, podrán dejar de reconocer en mayor o menor medida un territorio ya visitado al leer el relato en primera persona del violento enamoramiento del que cae presa el adolescente Vladímir Petróvich por la joven princesa Zinaída Aleksándrovna y de los incesantes, cambiantes y contradictorios sentimientos que experimenta - amor, vergüenza, ensueños, desconcierto, ilusión, desaliento, hastío, celos, dudas... - dentro del marco de una historia casi trivial cuyo intenso e inexorable final abre las puertas de la edad adulta." (Fuente: Alianza Editorial).

Su lectura me ha parecido: breve, bella, íntima, elegante, sentimental (y no en el sentido que todas y todos conocemos), europea, rusa a pesar de todo... Nunca he sido un animal de costumbres, y menos en lo que a lecturas se refiere. Hay personas que, del mismo modo que necesitan estar tumbadas en la cama para poder leer tranquilamente o doblar las esquinas de las páginas (cosa que nunca entenderé) para no perderse en su lectura, necesitan adentrarse en libros cuya trama o ambientación especialmente transcurra en la estación en la que en ese momento se encuentra. Si es invierno, pues novelas rusas, escandinavas, alemanas, inglesas, algunas americanas, de la España más rural o simplemente en las que la Navidad aparezca como telón de fondo. Si es primavera, la novela decimonónica, en especial la Francesa, parece cumplir con esas expectativas, aunque también ocurre lo mismo con la literatura española, la sudamericana, la italiana, la oriental incluso. Si nos adentramos en el verano más largo, obviamente las historias donde aparezca una playa (cualquiera, no podemos ponernos tan exquisitos), una piscina, un complejo hotelero, una ciudad o pueblo con costa, un camping o simplemente un pueblo de veraneo (Delibes creó un género propio usando este último, pero la literatura norteamericana, la sudamericana, la australiana, la africana o la italiana nunca suelen defraudar en ese sentido, con excepción de algunas novelas británicas para quien no le guste demasiado el calor). Y por último, si el otoño comienza a teñir las copas de los árboles, lo que de verdad apetece es manta, café (o té) y un buen tocho de literatura centroeuropea entre las manos entre otros, pues no sólo en Alemania el otoño tiene que ser espectacular. Pues bien, hasta hace cuatro días yo no era de esas. Podía perfectamente estar leyendo una road novel con toques veraniegos en pleno mes de enero o adentrarme en las calles de cualquier pueblecito perdido de la estepa sueca entre baño y baño en mi playa favorita. Sin embargo, como acabo de decir, quise por una vez amoldarme a esa costumbre tan arraigada en muchas y muchos lectores. El cuerpo me pidió, a las puertas del crudo invierno, sumergirme en la nieve y el frío, pero no procedentes de un país cualquiera, sino de Rusia, mi "amada" y "bella" Rusia. ¿Se avecinan cambios? ¿Puede que poco a poco le esté perdiendo el miedo a la literatura de dicho lugar? ¿Es posible que haya perdido el norte? Aún no tengo respuesta. Lo que sí sé es que si os pasa igual que a mi, si sois de las y los que Crimen y castigo se os hace cuesta arriba probad entonces con la novela que hoy tengo el placer de reseñar. Primer amor: la calidez latiendo en el interior de un tímpano de hielo.


La historia de como Primer amor llegó a mis manos no surgió fruto de la casualidad. No, para nada. De hecho, si no llega a ser por Errata Naturae ni siquiera me habría interesado por la novela de Turguénev. En la primavera de 2017 esta fantástica editorial decidió publicar un libro titulado Agua salada, escrito por un autor estadounidense llamado Charles Simmons, autor del que por supuesto no había oído ni mentar. Dicha novela parecía estar escrita para mi: Estados Unidos, 1963, una isla en la costa atlántica, un barco, dos familias, dos protagonistas tan carismáticos como interesantes, verano, playa, sol, tormenta, noches de fiesta a la orilla del mar... Los que me conocen bien sabrán que no soy una entusiasta del calor y que hasta hace cuatro días prefería la montaña a la playa (algo que con el paso del tiempo ha ido cambiando). Sin embargo, en lo que a lecturas se refiere, siempre, de toda la vida, he sentido cierta predilección por las novelas ambientadas en la estación de las vacaciones, los helados de chocolate y los chiringuitos. ¿Cómo no me iba a gustar entonces Agua salada, en la que además, se cuenta de una forma tan intensa las sensaciones que todas y todos hemos experimentado al enamorarnos por primera vez? Me fundí su lectura en cuestión de días y desde entonces se lo recomiendo a todo el mundo que busque una novela de amor carente de toda cursilería y azúcar. ¿Qué tiene entonces en común Agua salada con Primer amor entonces? ¿Por qué el libro de Simmons me ha conducido a la novela de Turguénev? Muy sencillo, porque Simmons ha actualizado este clásico de la literatura rusa, se lo ha llevado a su terreno, a lo que conoce, a esa sociedad del American Way of Life que tanto me engancha. ¡Blanco y en botella! Sin embargo, nunca me imaginé que dicha posibilidad, si hasta en la ambientación son completamente distintos. Calor frente a frío, playa frente a páramos nevados, adolescentes americanos de clase media a adolescentes rusos de la nobleza. No daba crédito. Esta diferencia tan abismal entre ambos libros, a pesar del nexo que los unía, no sólo me hizo admirar la genialidad de Simmons, sino que además (¡socorro!) me entraron ganas de leer Primer amor. Y recalco lo de "¡socorro!" porque digamos que la literatura rusa del XIX no es mi fuerte. Leí Guerra y Paz demasiado pronto, y aunque hubieron aspectos del libro de Tolstoi que me gustaron, el resto se hizo una pelota enorme. Demasiadas descripciones, demasiadas escenas insignificantes, demasiadas páginas de árida lectura. Desde entonces siempre he tratado de evitar a los Karamazof o a las Annas Kareninas que se interponían en mi camino. No es que tenga un problema con la literatura rusa así en general, de hecho, Chejov me entusiasma y Turguénev, pese a mis reticencias, también me acabó gustando, sólo lo tengo con algunos autores de esa época, realistas y naturalistas todos. Con estos antecedentes, normal que me pensase dos veces el atreverme con Primer amor a pesar de que en el fondo me moría de ganas por leerlo. La brevedad de su texto (126 páginas) y el hecho de que se le considerase por la crítica como el autor ruso menos ruso respecto a sus ilustrados compatriotas (ya lo explicaré más adelante) me ablandaron. A día de hoy, y tras haberme leído Primer amor, siento que tomé una buena decisión. No sólo de cara a desprejuiciar la literatura rusa del siglo XIX sino también en vistas a, tal vez, una nueva actualización literaria en pleno siglo XXI. El tiempo ya lo dirá, mientras tanto, guardo esta idea en el cajón de futuros proyectos escritoriles.


En lo que respecta a la reseña propiamente dicha, comenzaremos diciendo que Primer amor presenta una lectura sosegada, plana, sin demasiadas sorpresas pero muy intensa. Todos los que nos atrevemos con esta lectura ya conocemos de qué va, como se va a desarrollar, el tipo de personajes que nos vamos a encontrar e incluso podemos aventurar un final de lo más previsible. Estamos hartas y hartos de este tipo de argumentos, pero mira, caemos una vez y otra en ellos, repetimos, volvemos a ellos, como una especie de droga. Posiblemente para autoconvencernos de que todavía queda esperanza, que el amor está a la vuelta de la esquina, de que su pureza puede salvar al mundo y de que este es capaz de reproducir buenas personas. ¡Cuánto daño ha hecho el patriarcado! ¡Que tontos! ¿Cómo no lo vimos venir? ¿Quién iba a pensar que el amor también podría doler? ¿Quién en su sano juicio, mientras se empapa de propaganda heteropatriarcal, piensa que existen personas que pueden llegar a matar en nombre del amor? Tras este pequeño y reivindicativo paréntesis, tan necesario como didáctico, lo que está claro es que nos enamoran (nunca mejor dicho) las historias de amor. Eso si, cabe alertar a la lectora o lector más despistado que existe una delgadísima línea que separa el buen gusto y el empacho de algodón de azúcar. En este caso, por fortuna, Turguénev la sobrepasa, elevando lo que a priori nos parece una novela romántica sin más a una categoría superior. Un privilegiado lugar en el que el lector ya no sólo consigue disfrutar del libro que tiene entre manos, sino que además, lo vive, lo siente, lo encoge. Primer amor (un título tan explícito como sincero) narra precisamente eso, el primer amor, en concreto el del joven Vladímir Petrovich, quien desde el presente (no éste, sino el de la Rusia del XIX) lo recuerda con amargura y nostalgia. Su relato es uno más, pues se encuentra reunido con varios amigos, pero la suerte (o los deseos del autor) quiere que su historia protagonice la velada. Zinaída Aleksándrovna, una bella princesa de veintiún años es la otra protagonista del relato, la mujer de la que Vladímir se enamora nada más verla. Siempre rodeada de pretendientes y mostrando siempre un desdén digno de aplauso con todos ellos, Zinaída se aprovecha de todos ellos, jugando cruelmente con sus sentimientos, incluyendo los de Vladímir. El pobre ya no sabe qué hacer para captar su atención (sus desesperados intentos rayan lo ridículo y lo cómico) mientras que Zinaída, digna ella y con más personalidad que todos los personajes masculinos juntos, hace lo que quiere. ¿Es malvada por ello? Depende de como lo mires, pero ya os digo que me ha parecido el mejor personaje del libro. Me encantan los personajes femeninos con iniciativa, con empuje, que no se quedan a esperar, que toman sus propias decisiones. Y aunque su frivolidad a veces me produjese escalofríos o me indignase, eso es bueno, pues significa que está vivo y por tanto estamos ante un buen trabajo de profundización por parte de su autor. Primer amor ha sido definido por muchos estudiosos e intelectuales como la novela rusa más europea, en otras palabras, en las antípodas de lo que en Rusia se estaba dando en el terreno literario. Todos, por unanimidad, atribuyen esta peculiaridad al hecho de Turguénev pasase gran parte de su vida en Francia, pero sobre todo, a su estrecha amistad con Gustave Flaubert (sí, el que escribió la magnífica Madame Bovary). Y creo que tienen razón pues, comparado con la aspereza de Tolstoi o la aridez de  Dostoievsky, Turguénev es un campo de rosas en medio de la nieve, el sol entrando por las frías ventanas, una vela sobre el congelado lago. Es tal la calidez que desprende que a su lado Tolstoi o Dostoievsky parecen dos ancianos arrugados y encerrados en si mismos. Otra de las grandes virtudes de Primer amor, obviando su previsible trama, es la sensación de estar leyendo algo totalmente actual. Y es que la humanidad ha pasado por todo y se ha tenido que adaptar a mil y un cambios, pero el amor, señoras y señores, eso permanece inamovible, perenne, intacto. Primer amor no se lee, se siente, o al menos eso pretende su autor al aflorar esos sentimientos de alegría, fulgor, entusiasmo, tristeza, rechazo, impotencia que repito, a los que todas y todos hemos sucumbido una, dos, cincuenta, mil veces a lo largo de nuestra vida. Pocos saben captar todo eso y condensarlo en 162 páginas de nada, en un relato al alcance de todo el mundo y que, sólo por revivir nuestras propias alegrías o calabazas sentimentales, deberíamos leer. Por último, si alguien (alguna o algún valiente) está pensando en iniciarse en esto de la literatura rusa, sin duda, le recomendaría empezar por Turguénev. No es una novela en la que pase gran cosa, pero sí de las que su lectura no se borra tan fácilmente de la memoria.


Mientras leía Primer amor (y mi primera novela de Iván Turguénev por cierto) no pude evitar pensar que, sin querer, me había trasladado al pasado. Pero no sólo a esos palacios, a esos salones de baile o a esas escenas de cortejo en medio de un paisaje terriblemente invernal en la Rusia del siglo XIX, también a una forma de en la que se concebía el ritual de la lectura, y sobre todo, la forma en la que leemos los seres humanos. En aquella época, en la que las distracciones estaban a años luz de las que hoy en día podemos enumerar, las personas que sabían leer (una élite privilegiada por supuesto) leía o bien a solas o bien en comuna, reunidos. No debemos pasar por alto que es durante la edad moderna, y muy especialmente durante el siglo XVIII, cuando la lectura adquiere ese individualismo que ha trascendido hasta nuestros días. En esa transición, el lector aprendió a interiorizar mejor la lectura, a fijarse más en los personajes, en las descripciones, en los mensajes que dicha lectura lanzaba desde el papel. La crítica literaria floreció, por fin el lector podía armarse una opinión al respecto y alabarla o criticarla desde una perspectiva que con la lectura en voz alta hubiese sido imposible. Al igual que este cambio en lo que al acto de leer se refiere, también encontramos como los libros no eran especialmente trepidantes. Si bien es cierto que ya en el siglo XVIII, cuyo esplendor y camino de no retorno lo encontramos en pleno siglo XIX, que los best sellers existían, lo que proliferaban eran lecturas menos rápidas, más pausadas y cuyas tramas no contenían demasiados giros. Con aquellas novelas y ensayos, quien se adentraba en su interior y paseaba su mirada sobre la tinta de las palabras, no necesitaba de una excesiva implicación, simplemente leía, plácidamente, sin prisas, sin ningún otro factor externo que alterarse aquel imprescindible disfrute. A día de hoy, y a diferencia de lo que sucedía en épocas pasadas, parece que se ha acabado asociando que un libro es bueno cuando engancha, cuando te tiene en vilo, cuando no lo puedes soltar de las manos, cuando éste te acompaña a todos lados (incluso a cierto lugar, el que no debe ser nombrado, al que todos hemos acudido novela en mano). Nos hemos acostumbrados a textos cada vez más rápidos, fugaces, en cuyas tramas hay doscientos mil giros... Novelas que, en medio de todo ese caos, tristemente perdemos por el camino. Puede que su trama se nos haya grabado a fuego en nuestro cerebro o que nos sepamos incluso partes de memoria, cual fan de la última del autor o autora de moda, pero inevitablemente hay cosas que se quedan por el camino, pequeños detalles, alguna descripción memorable, pero sobre todo, esa paz que de la que antaño se asociaba al acto de leer. Con esto no quiero decir que no sigamos consumiendo lecturas trepidantes, de hecho a mi personalmente me encantan y me emociono cuando este tipo de lecturas llegan a tocarme la fibra sensible pero... ¡Sosegaos! ¡Parad! A veces los lectores merecemos un descanso, un momento de tranquilidad y entretenernos con lecturas más planas, las más criticadas, en las que parece no suceder nada pero que, en realidad, pasa todo. La vida no es una carrera, los libros no son un circuito de rally, también puede ser un campo, una senda por la que una persona camina mientras piensa en algo trascendental y que nos deja la piel completamente helada. Primer amor: una historia de celos, pasión, desamor, tristeza, frustración, vanidad, manipulación, atisbos de esperanza... Un relato encantador y evocador.

Frases o párrafos favoritos:

"Entonces, la reina oye los discursos, escucha la música, pero no mira a ninguno de los invitados. Seis ventanas están abiertas de par en par, desde el techo hasta el suelo, a través de las cuales se ve un cielo oscuro cubierto de estrellas refulgentes y el jardín con árboles grandes. La reina mira al jardín."

Película/Canción: aunque cada vez estoy más convencida de que Call me by your name de Luca Guadagnino tiene muchas conexiones con esta novela rusa del siglo XIX, me gustaría adjuntaros la pieza que me ha acompañado durante la redacción de esta reseña. No es de la época, pero no lo puedo evitar, cada vez que pienso en Rusia se me vienen a la cabeza dos nombres: Chaikovski y Prokofiev. Y del segundo en concreto esta magnífica pieza. Disfrútenla.



¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Alianza Editorial

2 comentarios:

  1. Pues no era un libro que me llamara mucho pero me has hecho cambiar de opinión.
    Besotes!!!

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  2. Una temática tan sencilla escrita de manera sublime. Mi lectura de Turguéniev fue emocionante. Reconozco que las figuras de Dostoievski, Tolstói o Chéjov en mi caso eclipsaron a dos maestros de la talla de Turguéniev o Gógol, que rayan, qué duda cabe, a la misma altura.

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