domingo, 28 de marzo de 2021

RESEÑA: Hechizo total.

 HECHIZO TOTAL


Título: Hechizo total. 

Autor: Simon Hanselmann (Launceston, Australia, 1981) vive su infancia y adolescencia en la localidad con mayor índice de criminalidad de toda Australia. Su padre es un "motero" y su madre una adicta a la heroína que recurre a los pequeños hurtos y ayudas sociales para sacar adelante a su hijo. A los 8 años Hanselmann realiza ya sus primeros fanzines. En su adolescencia, el dibujante comienza a recibir terapia para tratar episodios de ansiedad y depresión, y poco después comienza a consumir alcohol y las drogas psicotrópicas en abundancia. En 2001 abandona el hogar materno y entre 2009 y 2011 se instala en Londres. Desde 2005 dibuja el drama adolescente parcialmente autobiográfico Girl Mountain, que en 2010 constaba ya de más de 200 páginas de las aproximadamente 1.000  de las que se compone el proyecto hasta la fecha inédito. En 2008 dibuja por primera vez, para una exposición, a una bruja y su gato, a quienes pronto se sumaría un búho. Megg, Mogg y Owl se convierten inmediatamente en el interés principal del autor. En 2012 crea un tumblr donde ofrece las historias de estos personajes al público, que rápidamente se convierten en un fenómeno viral. En 2013, año de su consagración como dibujante, pasó de ver publicados sus cómics en pequeñas tiradas y autoediciones a ser publicado por las grandes editoriales especializadas y a recibir algunos de los premios más prestigiosos del sector. Hanselmann es autor de los comics Hechizo total, Melancolía, Bahía de san Búho, El mal camino, Meg & Mogg y Hail Satan! (todos ellos de la serie Meg, Mogg y Owl) así como de la serie Truth Zone (en la que los personajes se dedican a destripar o loar la obra de otros autores de cómic) entre otros. 


Editorial: Fulgencio Pimentel. 

Idioma original: inglés. 

Traductores: César Sánchez y Alberto G. Marcos. 

Sinopsis: Hechizo total es la primera entrega de la serie en curso Megg, Mogg y Owl, una sitcom en forma de tebeo protagonizada por la bruja Megg, su gato Mogg y el búho Búho, sin olvidar personajes como el excesivo Werewolf Jones, el nigromante Mike y el monstruo asustaniños transexual Moco. A partir de aquí, la serie se centra en pequeños capítulos autoconclusivos en los que Simon Hanselmann va desarrollando una comedia generacional, luminosa y descreída a partes iguales, que irá convirtiéndose poco a poco en una fotografía apenas deformada del Zietgeist contemporáneo. Las tramas giran entorno a la vida cotidiana, repartida mayormente entre el sofá de la casa y los pasillos del centro comercial cercano. Una convivencia, la de esta serie de personajes imposibles, marcada por las bromas pesadas, el consumo indiscriminado de drogas y el visionado maratoniano de series de televisión, sus únicas vías de escape ante una realidad frustrante. Por las fisuras del humor a veces cafre y a veces sutil, ocasionalmente cruel de Hanselmann, se filtra una sensibilidad única que invita al lector a descodificar una soterrada clave de miedo, depresión, confusión y abulia. 

Su lectura me ha parecido: nihilista, hiriente, extrema, con personajes que parecen sacados de un mal sueño (o un mal viaje, depende de como se mire), lisérgica, cruel en sus derivas humorísticas, dolorosa y muy, pero que muy burra... Era el 31 de marzo de 2020. Ya llevábamos unos cuantos días confinados en nuestras casas. Aunque no los suficientes como para añorar la vida (a la que pronto le seguiría la llamada "nueva normalidad") que a día de hoy estamos deseando recuperar. Y eso que el 2019 no fue un gran año, más bien fue una bajona, aunque comparado con el 2020 hacemos bueno cualquiera de los que le antecedieron. Y cuando digo cualquiera es cualquiera. En esas estábamos, asistiendo a las terribles cifras de contagiados y muertos, aplaudiendo a las ocho de la tarde - a pesar del frío y la lluvia, resistimos, nunca mejor dicho - aprendiendo a hacer pan - o a requemar bizcochos en el horno - haciendo más deporte que nunca - había que estar preparados para cuando permitiesen salir para hacer footing, aunque el simple hecho de correr de tu casa al parque e traduzca en jadeos y falta de aire - subiendo videos al TickTock compulsivamente y engullendo una serie tras otra, como si de una bolsa de patatas fritas se tratara. Así nos encontrábamos la inmensa mayoría de habitantes del hemisferio norte, capitalista como los que más y atascados en la tóxica cultura del "yoismo". Aquella mañana de finales del infame marzo estaba tirada, con la regla, sin muchas ganas de hacer nada productivo. Me faltaba el tarro de Nutella, una cuchara y mi boca manchada del tan delicioso como indigesto manjar. Decadencia en estado puro. Pero no, en lugar de guarrear me dirigí a mi apreciada biblioteca y saqué de ella el cómic más, como ahora se dice mucho, "shockeante" que había leído en años. Toda la decostrucción, todos los autoaprendizajes, todo ese tiempo señalando lo que me parecía bien o mal, todo ese tiempo repensando conceptos dentro de la era de lo políticamente correcto se fueron literalmente por el agujero del váter. Me lo bebí en una tarde, en un par de horas, y aunque no me libró del amargo sabor del ibuprofeno - por supuesto, la bajona siguió intermitentemente más allá de dicha la menstruación - sí consiguió distraerme, aunque sólo fuese un rato, a base de sketches autoconclusivos de lo más bestias, sórdidos y, tras capas y capas de barbaridades a lo Jakass, profundamente tristes. Aunque los personajes, paradójicamente, parezcan sacados del Mago de Oz más oscuro o de una versión extremísima de Shrek. Hechizo total: la trasgresión corrosiva como terapia ante la depresión. 


Hoy, en este espacio de crítica y debate, me encuentro ante un acontecimiento realmente excepcional. No solo por el simple hecho de que este es el segundo cómic que reseño a lo largo de los años que llevo escribiendo en él - el primero fue un Mortadelo y Filemón bastante "polémico" alláh por los años de la Mari Castaña - también por encontrarme ante uno de los más famosos Enfants Terribles de la novela gráfica. Un dibujante australiano llamado Simon Hanselmann - cuya biografía está trágicamente atravesada por una infancia difícil, el padecimiento de ansiedad y depresión como consecuencia de ello así como su acercamiento a las drogas y el alcohol - que, en un intento por exorcizar los demonios interiores y aplacar los demoledores efectos de dichas enfermedades mentales comenzó a contar historias - inminentemente autobiográficas - a través de los personajes de la bruja Megg, el gato Mogg y el búho Búho sin autocensuras, contemplaciones y desde un estilo corrosivo hasta decir basta. La idea no es original, de hecho es bien sabido que los personajes de Megg, Mogg y Búho surgieron de la cabeza de Hellen Nicoll y de la pluma de Jan Pienkowski en forma de populares cómics infantiles. A partir de ellos, lo que hizo Hanselmann fue retorcerlos, darles volumen y dotarles de una perversa amoralidad, de un entorno sucio, claustrofóbico, propenso al hastío, a los pensamientos más locos que os podáis imaginar y a que los personajes se vean arrastrados a la autodestrucción. De esta forma tenemos a Megg - una bruja que se apunta a cualquier exceso para escapar a sus terroríficas tendencias depresivas - a Mogg - un gato fumeta y sibilino, él es el instigador de la mayor parte de las ideas descabelladas, cuya atracción sexual por Megg es notoria y explícita - y a Búho - el receptor de todas las desagradables "putadas" y de la bestialidad que el resto de personajes es capaz de ejercer -. Al rededor de ellos, otros personajes se elevan como auténticos roba escenas profesionales. El más importante, Werewolf Jones, un lobo que representa directamente lo que jamás de los jamases haría una persona si estuviese en su sano juicio. Su excesivo comportamiento (por no llamarlo barbaridades en toda regla) - que va desde meterse un electrodo por el recto a frotarse el escroto con un rallador de cocina, pasando por el intento de violación a Búho que luego resultaría ser una "broma" de cumpleaños - pone a prueba constantemente la tolerancia del lector. Hasta el punto de cuestionarte tus propios límites a la hora de leer - y de contemplar en este caso - según que escenas. Algo que, en la era de lo políticamente correcto, supone un contrapunto a tener en cuenta si lo que se pretende es iniciar un debate al respecto. Como habéis podido comprobar no es un cómic ni para todos los públicos ni para todos los gustos, buscando desde el ala más decadente del underground a ese lector leído - más allá de la novela gráfica - que no se escandalice ante viñetas en las que aparece zoofilia, consumo desenfrenado de estupefacientes, laceraciones, coprofagia, palabrotas, aberraciones sexuales y toda una serie de personajes miserables, en los límites de la sociedad pero que, al mismo tiempo, acabas siguiendo sus "andanzas" alucinógenas a la espera de la próxima burrada. Todo ello con un humor igual de hiriente ante el que, al igual que el comportamiento de Werewolf, no sabes como reaccionar. Muy a lo Shacha Baron Cohen en Borat. Dicho de otra forma, de nuevo, funambulismo sobre la delgada línea que separa la risa de la ofensa. 


Además de su estructura muy de Sitcom - como si a Los Simpson hubiesen amanecido en el universo de Irvine Welsh - con pequeñas historietas autoconclusivas, esas viñetas en las que la expresividad del dibujo hace innecesario el empleo de bocadillos o una álgida escalada de la incomodidad magnética, Hechizo total es, sobre todo, un grito, entre vómito, botellines de cerveza y porros de auxilio. Como ya he mencionado en el anterior párrafo, Simon Hanselmann proyecta gran parte de sus vivencias y su relación con la depresión - y las enfermedades mentales en general - sobre sus personajes, en especial sobre Megg. Resultan especialmente terroríficas las partes en las que Hanselmann baja a los infiernos de la dolencia para retratarnos, desde una expresividad inquietante, lo que Megg - claramente el alter ego del propio Hanselmann - siente. Las eternas noches en blanco, sin dormir, mirando el techo, con los ojos rojos, incapaces de cerrarse. Los momentos en los que Megg acude al alcohol o a las drogas como medio de evasión, pero entonces sus efectos se vuelven en su contra provocándole alucinaciones o un estado de depresión aún mayor. O mi favorito por su simbolismo, la ilustración que antecede al presente párrafo, en la que tres cabezas de tez pálida, cabello enmarañado y ojos inyectados en sangre vomita bilis negra sobre la habitación, la cama y la propia Megg que, como cabía de esperar, sigue mirando al techo. Sin duda estos retratos, con tono pesadillesco, a una enfermedad tan devastadora como es la depresión, y en general esa representación y visivilización de las enfermedades mentales a través del comic me parece de lo más acertado. Algo que se eleva a la categoría de necesario cuando, además, partimos de una inspiración autobiográfica. Y es que Hechizo total - primera parte de una saga de comics de la que nos deparan muchas más entregas - se erige como uno de esas novelas gráficas que mejor ha sabido captar los problemas de los jóvenes del siglo XXII. Una época en la que la desesperanza, el paro y la exigencia de más y más requisitos abocan a toda una generación a emplearse en trabajos precarios, a posponer los planes de vida, a presenciar como los sueños se hacen añicos ante sus ojos, a seguir buscando curro sin mucho éxito o, directamente, a marcharse fuera de las fronteras que les vieron nacer. Trayendo consigo unas consecuencias que, a nivel psicológico, agravan el problema más aún. El debate está sobre la mesa, aunque, como hemos podido comprobar en las últimas semanas - recordemos el desagradable comentario que un diputado de la bancada del PP soltó cuando Iñigo Errejón decidió usar su intervención en la sesión de control para hablar sobre las enfermedades mentales durante la crisis del Covid - todavía existe ciertos prejuicios totalmente inaceptables en los tiempos que corren. Cierto que Hechizo total es una representación bastante más desagradable y tremendamente perturbada del asunto, hasta el punto de que resulta irreal - más allá de que sus personajes sean las versiones sucias de los clásicos y entrañables personajes de cuento - pero, no es el esperpento, llevado a sus últimas consecuencias, uno de los mejores espejos donde deformar la realidad para así criticarla como es debido. 

Hechizo total: una historia de decadencia, borracheras, drogas, fiestas de la bajona, depresión, aberraciones, personajes extremos... Un cómic de los que hay que leer, hasta en tiempos de pandemia. 

Párrafos o frases favoritas: 

"Creo que el cerebro se me cae a pedazos". 

¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Fulgencio Pimentel

sábado, 20 de marzo de 2021

RESEÑA: Los que cambiaron y los que murieron.

 LOS QUE CAMBIARON Y LOS QUE MURIERON


Título: Los que cambiaron y los que murieron. 

Autora: Barbara Comyns (1909-1992). Nació en el condado inglés de Warwickshire, en una familia venida a menos. Estudió arte en Londres y contrajo matrimonio con Arthur Price, un pintor con el que tuvo dos hijos. Se ganó la vida de las formas más variopintas: vendedora de coches antiguos, modelo, cocinera o criadora de caniches. En 1945, se casó en segundas nupcias con Richard Comyns, un funcionario del Forgein Office que trabajaba bajo las ordenes de Kim Philby y con quien viviría en Ibiza y en Barcelona durante dieciséis años. De sus novelas cabe destacar: Y las cucharillas eran de Woolworths (1950), La hija del veterinario (1959), The Skin Chairs (1962), El enebro (1985), Mr. Fox (1987) y The House of Dolls (1989), entre otras. Murió en Shropshire en 1992. 


Editorial: Gatopardo Ediciones. 

Idioma: inglés. 

Traductora: Inés Clavero. 

Sinopsis: El verano de 1911 se promete feliz para los habitantes del condado de Warwickshire. Nadie se imagina que una misteriosa pandemia está a punto de partir la comunidad en dos: los que cambiaron y los que murieron. "¿Quién será la próxima víctima que se cobrará esta locura mortífera?", se pregunta el periódico local. Un episodio de resonancias bíblicas preludia la llegada de la epidemia: el río se desborda, anegando los campos y trayendo el caos a la ya de por sí caótica vida de la familia Willoweed. Los patos nadan por el caserón inundado, cerdos sin vida flotan a la deriva y el viudo Ebin y sus hijas navegan en un bote de remos por el jardín sumergido. A la destrucción natural le sigue una serie de calamidades, muertes y suicidios que parecen fruto de un apocalipsis planeado más que del azar. La búsqueda de una explicación a la epidemia despierta el afán persecutorio de algunos lugareños. Pero hay quien aprovecha la situación para pescar en el río revuelto. Es el caso de Ebin, que retoma la vocación periodística, aún a costa de contribuir al pánico con el sensacionalismo de sus artículos, sin sospechar que la enfermedad no tardará en llamar a su puerta. 

Su lectura me ha parecido: ácida, pesadillesca, cruda, trágica, disparatada, con un humor negrísimo absolutamente delicioso, desmitificadora, siniestra, devastadora a todos los niveles... El pasado 14 de marzo se cumplió un año exacto del decreto de Estado de Alarma, de aquella comparecencia histórica en la que el presidente del gobierno, tratando de ocultar bajo una rectitud labial su compungimiento, pronunciaba las palabras más difíciles. De la noche a la mañana pasamos de tomar las calles a deshabitarlas, de coger el trasporte para ir al trabajo a levantarnos de la cama para dirigirnos teletrabajo, de atender a la lección de la profesora/or desde el pupitre a hacerlo desde la mesa de nuestro cuarto, de comprar la ansiada chaqueta en tienda a tenerla en un solo clic, a perdernos en la inmensidad de la pantalla de cine a consumir, insaciables, a través de las plataformas de steeming. Después vinieron los paseos, los aforos, las distancias sociales - o de seguridad - los geles, los cierres perimetrales, los permisos y, por supuesto, las mascarillas que, de un tiempo a esta parte, han acabado convirtiéndose en el complemento más importante. Sin embargo, poco o nada nos hemos parado a pensar en lo literario, en la palabra escrita, en aquello que se publicará influenciado, claro está, por las nuevas dinámicas adquiridas y en definitiva por las consecuencias de la pandemia a todos los niveles. Aunque todavía es un poco pronto para hablar de "literatura pandémica" o "generación Covid", si que es cierto que ya empiezan a asomar los primeros textos que abordan el actual contexto de crisis e incertidumbre. De hecho, podemos distinguir dos claras tendencias: la primera más ensayística (abordando los retos de la ciencia, la necesidad de una mayor inversión en sanidad pública, reflexionando entorno al origen del virus desde un punto de vista biológico, el abordaje de las distintas epidemias acaecidas a lo largo de la historia y los cambios que éstas han provocado o cuantificando las consecuencias de la pandemia a nivel económico entre otros muchos temas) y la segunda puramente testimonial (desde aquel primer texto que apareció editado en Seix Barral sobre la experiencia del confinamiento narrado por una habitante de Wuhan hasta auténticos diarios de la cuarentena publicados en distintos medios de comunicación). No obstante, también ha proliferado la reedición o recuperación de algunos textos clásicos sobre la materia. Desde La peste de Albert Camus - el libro más socorrido y leído durante el confinamiento - hasta 1984 de George Orwell - por aquello de que vivíamos una Distopía - pasando por el Decameron de Bocaccio, Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, La gran plaga de Daniel Defoe o Trío. Dos amigas, un hombre y la peste en Sicilia de Dacia Maraini entre otros muchos. Algo que, visto con perspectiva, es mejor que una novela escrita de prisa, al calor de los acontecimientos, y sin su correspondiente periodo de reflexión posterior. De entre todos los títulos que han renacido en popularidad, algunos desde unas cenizas casi extintas, destaca especialmente el escrito por la autora inglesa Barbara Comyns en los años 50. Un libro en el que, si bien todo gira al rededor de una perturbadora pandemia, demuestra la destreza de su autora para, en primer lugar, construir un personaje de los que no te dejan dormir por las noches, y en segundo lugar, cargarse la idílica imagen literaria de un lugar tan ensalzado en el pasado para devolver al lector una postal nueva y revolucionaria al mismo tiempo. Hablamos por supuesto de Los que cambiaron y los que murieron: nunca antes la campiña inglesa dio tanto miedo y tanta risa. 


"Los patos atravesaron nadando las ventanas del salón. El peso del agua las había abierto a la fuerza, de modo que los animales entraron en el interior. Circunnavegaron la estancia entre graznidos de aprobación, después partieron otra vez hacia al exterior para explorar el maravilloso nuevo mundo que había llegado durante la noche." Así, de esta forma tan abrupta y directa, comienza Los que cambiaron y los que murieron. Unas líneas a las que, más adelante, se le añade una serie de descripciones de toda clase de animales muertos. Ovejas, gatos, caballos, perros... Un trágico bestiario de criaturas habituales en las hermosas tierras del condado de Warwikshire - lugar de nacimiento de la propia Barbara Comyns - perecidos en una fortuita y extraña riada. De buenas a primeras la imagen impacta, ya no sólo por su explicitud (cabe mencionar que la presente novela fue prohibida en Irlanda por este motivo), también por la visceral rotura con una cierta tradición literaria que buscó en la campiña inglesa una exacerbada idealización de la vida campestre. Sin duda Jane Austen fue una de las mayores contribuidoras. Sus paisajes exuberantes y llenos de belleza ya son indisociables del lugar, hasta el punto de conquistar nuestro imaginario popular y convertirlo en un género literario en sí mismo. La lista es larga: Edmund Crispin, Barbara Pym, Josephine Tey, Sarah Perry, Stella Gibons... Así como las localidades emblemáticas de esta zona: Castle Combe, Lacock, Bibury, Dunster, Shaftesbury o el propio Stratford-Upon-Avon (pueblo natal de William Shakespeare). La trama de estas novelas tiene un patrón muy claro en el que se orbita al rededor de un conflicto - muy problemático pero salvable - con personajes pintorescos, casi todas protagonizadas por una heroína arquetípica, grandes dosis de humor británico, mucho salseo amoroso, un pelín de crítica social (sin pasarse) y una resolución que contenta a todo el mundo. Este topicazo británico - que en el fondo me encanta y engancha como lectora - contrasta en gran medida con lo que Barbara Comyns le plantea al lector, por no decir que arrasa, cual pantanosa riada, todos los estereotipos asociados. Precisamente ese arranque impactante y mortífero ya te avisa de que esto no es una novela británica al uso ambientada en los Costwolds. Aunque, si bien es cierto que antes del incidente todo era muy típico. Que si nombres florales, que si mermeladas, que si los huertos, que si las herramientas para cultivar, que si las vestimentas típicas, que si la sonrisa perenne en el rostro... Barbara Comyns pega carpetazo con una historia que, aunque ambientada en dicho lugar, nada tiene que ver con las de sus antecesores. Dejando bien claro que la belleza puede quebrarse. Que la desgracia llega hasta al más precioso de los pueblos ingleses. Ya sea por medio de un lodazal de ovejas muertas o de síndromes esquizofrénicos. En definitiva, en forma de una extrañísima epidemia. 


Además de inundar casas y provocar que los habitantes del lugar se tengan que trasladar al centro en un bote de remos, la pandemia adquiere tintes más siniestros cuando, de pronto, los lugareños son asaltados por un extraño síndrome u enfermedad que provoca manías persecutorias y delirios que conducen al suicidio. Diezmando de esta forma la población de manera repentina y sistemática. Como si de pronto la calamidad se hubiese posado sobre el pueblo sin esperanzas de que ésta acabe disipándose, como la niebla, esa tan característica de Inglaterra. Envueltos en esta catástrofe que parece salida del Apocalipsis Bíblico, nos encontramos a los Willoweed, una familia que se presenta, en un antagonismo extremo, como los únicos vertebradores de la novela. Si bien, como ya hemos comentado, los personajes literarios situados en la campiña inglesa parecen no enfadarse jamás (o si lo hacen pronto se les pasa), aquí son todo lo contrario. Empezando por Ebin, viudo y pésimo padre al que despidieron del periódico local que ve en la epidemia la oportunidad de relanzar su carrera a base de generar sensacionalismo y alarma social, y terminando con la abuela Willoweed, la glotona, rica, déspota y energúmena matriarca de la familia. El primero se aprovecha de las desgracias ajenas para enriquecerse y poder seguir dándole a la bebida mientras que la segunda se ríe, a carcajada limpia, de las penurias de sus vecinos. En medio, las hijas de Ebin - Emma y Hattie - privilegiadas testigos de la letal enfermedad y de la desidia familiar. De nuevo, Comyns se aleja de la tradición literaria para ofrecernos un descarnado retrato del alma humana del que no se salva nadie, ni siquiera la familia más pudiente. Por quedarme con uno me quedo con la abuela, de hecho, su grotesco retrato me ha recordado por momentos a otra infame abuela, la de la trilogía de Klaus Y Lucas de Agota Kristof, solo que más aseada y con más dinero en el bolsillo. Sin duda, uno de esos personajes que te descolocan y te acompañan días y noches, hasta en tus peores pesadillas. A pesar de alejarse lo máximo posible del intocable canon, Comyns decidió dejar el humor, ese tan típico, tan británico, tan de proporcionar diálogos divertidos a la par que inteligentes con, eso sí, un retorcimiento sarcástico e irónico en su vertiente más oscura. Puro humor negro que, como cabía de esperar, casa a la perfección con lo que se está narrando. En último lugar y para ir finalizando sólo me queda por lanzar un oportuno llamamiento a autoras/es, imprentas, librerías y muy especialmente a editoriales. Está bien ir publicando textos ambientados en la terorífica actualidad, de hecho, al cabo de un tiempo éstos pueden ser sujetos de lectura crítica, ensayos, tesis doctorales o simplemente convertirse en nuevos clásicos de la literatura. Sin embargo, y a la espera de que lleguen historias que de verdad recojan gran parte de la incertidumbre provocada por "el bicho" - como muchas y muchos se han empeñado erróneamente en llamarlo - y que sean producto de una larga reflexión y viaje interno, deberíamos apostar por los que ya están. Por aquellas pandemias verídicas que los autores supieron describir - ya sea porque lo vivieron en su propia piel o porque se atrevieron a usarlas como pretexto para criticar su propio presente o directamente porque vieron en ellas el vehículo narrativo perfecto para contar una gran historia - así como las ficticias, sin duda las más complejas, cuya destreza imaginativa nos conduce a caminos literarios poco transitados. Es poco probable que el mundo asista a una pandemia como la que se inventa de Barbara Comyns, cuya inspiración no puede beber más de los ídolos e ídolas del terror contemporáneo. Lo que está claro es que, como reza su apropiado título, ante cualquier acontecimiento de gravísimas consecuencias hay dos clases de personas: las que se adaptan a la nueva realidad tratando de sobrevivir al cambio y las que perecen con el consuelo de que la historia, según en que lugares, las recordará siempre. 

Los que cambiaron y los que murieron: una historia de riadas, extrañas muertes, familias desestructuradas, hambre de poder, inquina, desgracia, humor ante el que no sabes si reír o llorar... La prueba de que la campiña inglesa puede dejar de ser aquel reducto de paz, alegría y sosiego donde no puede sobrevenir el terror más primitivo

Frases o párrafos favoritos: 

"Se rió para sus adentros y se contentó un poco. Aunque le gustaría tanto campar a sus anchas por el pueblo y oír como los gritos salían por las ventanas de las casas y quizá incluso ayudar a socorrer a alguno de los desafortunados afectados. Le encantaría encontrarse con alguien que se creyera perseguido por los monstruos. De momento solo se habían dado cinco casos, pero llegarían más (...) La imagen del viejo Ives devorado por unos monstruos imaginarios le levantó considerablemente el ánimo."

¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Gatopardo Ediciones

viernes, 12 de marzo de 2021

RESEÑA: Al final siempre ganan los monstruos.

 AL FINAL SIEMPRE GANAN LOS MONSTRUOS


Título: Al final siempre ganan los monstruos. 

Autor: Juan Manuel López, Juarma (Diefontes, Granada, 1981). Desde los catorce años dibuja y escribe, aunque la mayoría de las cosas que ha escrito permanecen inéditas (aún) y sus ilustraciones están casi todas descatalogadas. Es, no obstante, un referente en el mundo del cómic underground. Ha publicado tebeos y fanzines como Me gustas pero dentro de un nicho (autoeditado, 2020), Historia inventada del punk, con guiones de Jorge B. Ortiz (Ondas del Espacio, 2017), Romance neanderthal (Ultrarradio, 2016), Amor y policía (Ultrarradio, 2014) o Libertad para lo mío (Ultrarradio, 2013), entre muchos otros. Ha trabajado como jornalero, obrero de la construcción y camarero, entre otras muchas cosas. También autoeditó un poemario, Poemas escritos a navajazos (2017), casi dos décadas después de haberlo escrito. Al final siempre ganan los monstruos es la primera novela que publica. Fue escrita entre octubre y diciembre de 2017 en un Club de Lectura que él mismo creó en una red social. Participaron sesenta y cinco personas, para las que Juarma escribía sobre la marcha, sin guiones e ideas previas. El entusiasmo de sus lectores hizo que finalmente entrelazase las tramas, y que crease alrededor de los personajes todo un mundo ficticio que sin embargo se antoja de lo más real. 


Editorial: Blackie Books. 

Idioma: español. 

Sinopsis: Todas sus historias empiezan y acaban en este lugar: Villa de la Fuente. La gente habla mucho de ellos, pero no sabe nada de lo que les pasa. Son los que se perdieron, los que andan en la droga, los que se perdieron, los que andan en la droga, los que no se adaptan, los raros. El Juanillo, el Jony, Lolo, la Vanessa y el Cucaracha. Treintañeros con el pelo teñido y la música demasiado alta en el coche, beben cerveza y comen bolsas de patatas fritas, usan Tinder y se meten rayas, llegan tarde si es que llegan. Drogas, atracos chapuceros, líos en el trabajo y en el amor, mentiras y PlayStation. Todos sus problemas empiezan y acaban en este lugar: Villa de la Fuente. La gente habla de ellos, pero no tiene ni idea de qué sienten. 

Su lectura me ha parecido: coral, eléctrica, rápida, pesimista, amarga, generacional, descarnada, con pequeños huecos para el humor, nostálgica, convulsiva, un cóctel que te deja echa polvo... Odio las fajas. Las odio con ganas, con rabia, con una inquina que raya la exageración. Y no, no me estoy refiriendo a la prenda de vestir, esa que condena a las mujeres a amoldarse a unos cánones asquerosamente patriarcales. Sino a la de papel, la de mil y un colores, esa que siempre se engancha a la portada de un libro. Más allá de la promoción de una obra en concreto, jamás entenderé el porqué de dicho gasto, de la cantidad de papel desperdiciado en favor de una publicidad - que en la mayoría de casos no se necesita - y en detrimento del Amazonas. Sobre ella, frases, con todas las tipografías posibles, en negrita, en mayúsculas, en blanco, el arcoíris entero. La mayoría de ellas rimbombantes, exageradas, edulcoradas, buscando convencer al lector de turno, hasta el más avispado, el más curtido, el que de verdad ha leído. La mayoría de veces lo consiguen, y si no, que se lo pregunten a una servidora. Por su culpa he llegado a engullir verdaderas chapuzas literarias. Todavía recuerdo la faja de aquella novela de Sylvia Townsend Warner - cuando por aquel entonces devoraba todo lo que sonase a british - en la que se la definía como una gran novela cuando, en realidad, su lectura no sólo me aburrió, también provocó que me alejase de las numerosas novelas que se estaban traduciendo de ella en nuestro país. Una relación truncada que, por desgracia, sigue a día de hoy. Aunque las más memorables, en el podio reservado para los despropósitos en estas lides, tenemos los casos de Patria de Fernando Aramburu y el de Gente normal de Sally Ronney. El primero por esas fajas que casi tapan el título calificándolo como el mejor libro español de lo que llevamos de siglo XXI para después toparme con una prosa vaga y unos capítulos cortísimos. Y el segundo por la poca profundidad y la relación de los protagonistas, consistente en unas idas y venidas absurdas que, si hubiese existido un poco de comunicación, la novela habría sido muy diferente o directamente tal vez no habría novela, quien sabe. Algo que, por supuesto, no prometía su faja. A estas alturas todavía sigo siendo una hater de las fajas, y a mucho orgullo. Sin embargo, en las últimas semanas se ha obrado el milagro, una de las pocas excepciones que puedes contar con los dedos de una mano y que sólo pasa de año en año. Y es que en el caso de la novela de Juan Manuel López - Juarma en el mundo literario y en el cómic underground - la faja dice la verdad. Y no porque la cita sea de Cristina Morales - escritora que despierta pasión y odio a partes iguales y sin que exista término medio - sino porque de un perfecto resumen - aunque lo de Teresa de Jesús podría suscitar algún debate - abre la puerta a toparte con algo más, a rebasar las expectativas que las palabras-frases Trainspoitting, pueblo de Graná y hasta la polla de tó han dejado en nuestro subconsciente. Con todo, deciros que a veces, sólo a veces, las fajas no mienten y que, sin más preámbulos, me dispongo a hablaros de una de las sorpresas novelísticas de la temporada. Al final siempre ganan los monstruos: el ocaso de una generación regado de malas decisiones, desencanto, drogas y litronas de cerveza.  


De un club de lectura en Facebook en 2017 - donde Juarma iba publicando fragmentos de la presente novela  - a la autoedición en 2018 con la editorial granadina Camping Motel - y en una limitadísima edición - a finalmente, y en pleno 2021, la edición bajo el prestigioso sello Blackie Books. Editorial que, de un tiempo a esta parte, ha demostrado ser una experta en descubrir a autoras/es españoles y lanzarles al estrellato a base de auténticos bombazos literarios. La apuesta por Santiago Lorenzo - Los asquerosos eclipsó casi toda su obra anterior, también publicada en Blackie - así como la irrupción de Elisa Victoria - que con su Vozdevieja sentó un importante precedente dentro de la literatura social ambientada en la infancia y con ligeros toques autobiográficos tan en boga en los últimos años - o de Miqui Otero - sus novelas Rayos y Simón, la más reciente, actualmente son de las más queridas entre los lectores - son buen ejemplo de ello. Así que, siguiendo con esa lógica de otorgar mayor visibilidad a las nuevas voces del panorama literario español, Al final siempre ganan los monstruos se encuentra en esa línea. Aunque, como pasa con casi todos los textos patrios publicados por la editorial catalana, las historias más comunes y universales siempre acaban plasmándose desde un punto de vista nuevo, o si lo preferís, necesario dentro de las preocupaciones y los temas que los lectores más exigentes ansían ver por escrito. Se ha hablado largo y tendido - influenciado, claro está, por la dichosa faja - de la abrumadora comparación con la literatura del escritor británico Irvine Welsh (autor de la ya citada Trainspoitting y de otras novelas igual de importantes como Skagboys, Porno o La vida sexual de las gemelas siamesas entre otras), también de su acercamiento a William Faulkner (entiendo que en lo que a lo rural se refiere) y a Carson McCullers (donde los personajes inadaptados pueblan gran parte de su obra). Y sí, puedo estar de acuerdo, pero a medida que vamos sumando más y más referentes - habría que preguntarle también al propio autor sobre qué piensa al respecto - pienso que éstos acaban distorsionando la historia que Juarma, con unas tragaderas y una honestidad que quitan el hipo, nos quiere contar desde su asfixiante localismo. Con el recorrido que ésta ha tenido, desde aquellos sesenta y cinco seguidores que se engancharon a las escenas o diálogos que el autor escribía sobre la marcha y sin una idea predeterminada, desde aquella primera edición ultra independiente y, sobre todo, de la presente publicación - recordemos, cuatro años después de que  se fraguara en los marcos de una red social como Facebook - ya merece la pena leerla, o al menos que nos pique un poco la curiosidad. No debemos pasar por alto que si por algo es conocido Juarma no es por su plena dedicación a la escritura de novelas, sino por labrarse una larga carrera como dibujante y creador. Siendo especialmente prolífero en el campo del cómic, los fanzines y las redes sociales, donde su humor negro ha despertado tanto animadversión como fascinación. Conociendo un poco su trayectoria tanto artística como literaria, me gustaría pensar que hay algo de ello en Al final siempre ganan los monstruos, sobre todo en la construcción de ese mundo propio - tan habitual en la novela gráfica - con marcada personalidad al tiempo que, la universalidad de sus temas, hacen que, a pesar de sus particularidades propias, nos sintamos pertenecientes a ese pueblo, a Villa de la Fuente. Aunque jamás hayamos pisado los Montes Orientales de Granada, aunque seamos de esa planicie costera llamada Valencia Capital, aunque nos guste más la copa de vino tinto que la cerveza recalentada. 


El crítico - o lector - más torpe dirá que Al final siempre ganan los monstruos va de drogas, fiesta, atracos y peleas con el cine quinqui o mal llamado realismo sucio - etiqueta de la que, por cierto, su autor reniega categóricamente - como principal referente visual. El más abierto - o si lo preferís menos prejuicioso - sabrá apreciar las diferentes capas que dotan de profundidad al presente texto. Que sí, que los protagonistas esnifan coca, se emborrachan en la discoteca de turno, cometen delitos, mienten a sus parejas y familiares, se dan de ostias, dicen tacos, tienen malos viajes y hasta hay alguna que otra esquela. De no haberlo, la credibilidad sería nula. Sin embargo, Al final siempre ganan los monstruos camina, como si de un ejercicio funambulista se tratase, entre dos cuestiones que, de forma consciente, engrandecen el relato aportándole oxigeno, agilidad y calidad literaria. La primera de ellas tiene que ver con el mismo planteamiento al presentarnos toda una variedad de personajes cada cual más distinto al anterior. Es impresionante observar lo bien trabajados que están, desde su forma de hablar - hasta el punto de llegar a distinguirlos a partir de los insultos empleados pues, cada uno tiene, por decirlo de alguna manera, su favorito - su forma de pensar, sus problemas, sus traumas - algunos verdaderamente gordos - sus errores, logros, manías... En definitiva, todo lo que nos constituye como seres humanos. Cada capítulo es una voz diferente, un prisma nuevo, un relato adicional que nos ofrece la misma acción desde unos ojos nuevos. Algo que se caería, como un castillo de naipes, de no ser por su frenético ritmo, similar al de un paseo en moto a toda velocidad. Una novela coral que acaba sucumbiendo al frenesí de principio a fin, provocando un efecto efervescente muy parecido al de las drogas. Subidón de adrenalina que baja hasta el suelo, de golpe y porrazo, escociendo las rodillas, haciendo imposible no comparar el tramo final de la lectura con una brutal resaca tirada en el sofá, rodeada de los restos lisérgicos de la noche anterior. La segunda, y más importante si cabe, es la referente al plano temático, a las preocupaciones del propio autor que erupcionan en cada página. Y es que más allá de las alucinaciones - esa luz que lo perturba todo - u otros efectos nocivos que la droga provoca en los protagonistas, Al final siempre ganan los monstruos no es más que la historia de una amistad a prueba de riñas, desastres, cables cortados y ruedas pinchadas. Una unión que sale reforzada, a pesar de las movidas y los muertos. Un grupo con problemas, los de la generación del "podéis hacer todo lo que os propongáis" pero a la que la crisis económica atropelló y dejó abandonada en el arcén, la misma que se consume en precariedad, en pisos compartidos o entre los peluches de su infancia. Esa que todo el mundo acusa, pero que nadie escucha y que está más cerca de la treintena que de la llamada Generación Z. Aquí convulsionan, mandan a la mierda todo, sucumben a los placeres del alcohol y las drogas, se suben al tren, se evaden de la terrible situación socio-económica que les ha tocado vivir para después regresar, ojerosos, a seguir buscándose las castañas, aunque los medios no sean los más legales del mundo. Además de un certero y pesimista retrato de la frustración de la juventud española ante la ineficacia del sistema, aquí todos viven, o mejor dicho, sobreviven, en Villa de la Fuente, epicentro de esta historia y del descontento, de áridas adolescencias, del desconsuelo de seguir adelante, aunque pese, aunque no quieran. Y es que los monstruos, como reza su título, irremediablemente acaban invadiéndolo todo. Pero al menos están ahí, para recordar, para escupir, para dar fe de ello. Para contar lo que nadie quiere escuchar. 

Al final siempre ganan los monstruos: una historia de amistad, camaradería, muerte, luces mortíferas, parejas rotas, mentiras, asfalto, cerveza, desesperación, canalladas... Una novela sobre un lugar y sobre la imposibilidad de abandonarlo. 

Frases o párrafos favoritos: 

"Al principio era una luz amarilla, como un destello en un ángulo muerto de los ojos. No sé, no soy muy entendido en esto y supongo que tendrá algún nombre más científico. Pero vamos, tú me entiendes lo que te quiero decir. Sí. Como un parpadeo que cuando giras la cabeza ya no está. Como si apareciera una estrella fugaz y de repente se esfumase. Como la luz de un teléfono móvil cuando tienes una notificación. Solo que mido uno ochenta y tres y la luz la veo a la altura de mis ojos. Es imposible que sea el móvil. De hecho, muchas veces lo siguiente que hago es ubicar el teléfono, queriéndome convencer de que se trata de eso. Pero que hostias. No. Al principio era ocasional. Ya sabes. Ir de noche por la calle y ver la luz. Estar leyendo un libro y ver la luz. Hablar con alguien y girar la cabeza porque he visto la luz. No le daba mucha importancia. Pero llevo mucho tiempo en que la puta luz me está rayando un poco y no he sido capaz de contárselo a nadie."

¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Blackie Books

jueves, 4 de marzo de 2021

RESEÑA: Relatos completos.

 RELATOS COMPLETOS


Título: Relatos completos. 

Autora: Virginia Woolf (1882-1941), pilar de la narrativa contemporánea y figura central del Grupo de Bloomsbury, cultivó con éxito la novela escribiendo títulos tan memorables como La señora Dalloway, Al faro o Las olas entre otras. Al mismo tiempo también se atrevió con el ensayo literario (El lector común), el político (Tres guineas), el feminista (Una habitación propia), la biografía (Roger Fry) y sendos volúmenes de cuentos. También lo que podríamos denominar un nuevo género: la biografía semi ficticia, como el caso de Orlando. Miembro de lo que se ha denominado la aristocracia intelectual británica, a su muerte suicidándose en el río Ouse, cercano a su domicilio. 


Editorial: Alianza Editorial. 

Idioma original: inglés. 

Traductora: Catalina Martínez Muñoz. 

Sinopsis: Consagrada y conocida sobre todo por novelas como La señora Dalloway - llevada al cine como Las horas - o el reivindicativo texto Una habitación propia, Virginia Woolf cultivó también el campo del relato breve a lo largo de toda su vida. En ellos se pueden adivinar temas, personajes y recursos que más tarde desarrollaría en sus novelas. La presente edición de sus Relatos completos incluye tanto los publicados en vida de la autora, como los póstumos e inéditos. 

Su lectura me ha parecido: evolutiva, personal, intimista, clásica al principio, experimental a medida que su escritura se vuelve cada vez más madura, conectada con su presente, renovadora... La primera vez que me adentré, después de superar ese respeto casi irracional hacia su literatura por miedo a que me resultase inaccesible mirase por donde se mirase, en el universo de Virginia Woolf fue a través de su ensayo más mítico: Una habitación propia. Recuerdo la residencia, el congreso, el paseo por la playa alicantina del Postiguet, el arroz negro, hasta el color de las sábanas de aquella habitación en la que, sin imaginármelo si quiera, acababa de dar por iniciada una deliciosa obsesión bibliófila. Una habitación propia resultó ser la mejor puerta de entrada a seguir devorando cada libro que veía firmado por ella. Todavía resuena en mi cabeza aquella reflexión entorno a la imaginaria hermana de William Shakespeare, cuyas actitudes para la escritura eran igual de fascinantes que las de su hermano y de cómo era su vida al haber nacido mujer y no hombre. Seguidamente, y en un contexto menos agradable, irrumpieron La señora Dalloway y Orlando. Dos novelones que me dejaron varias semanas sin aliento. El primero por su amarga historia principal, el exhaustivo retrato psicológico de sus personajes - en especial su inolvidable protagonista - así como ese precoz retrato de la Inglaterra post bélica. El segundo - mi favorito - por su deslumbrante planteamiento, su complejidad, su revolucionaria concepción del tiempo narrativo, su conocimiento de la historia, sus pioneras reflexiones entorno a lo que hoy llamamos Teoría Queer - como las que competen al género fluido o lo que significa ser hombre o mujer - así como el hecho de que simplemente fuera capaz de plasmarlo sobre el papel. Ese, sin duda, es uno de sus mayores logros.  Por último, y no menos importante, leí Al faro. Su novela más ambiciosa, extraña, lírica, terriblemente melancólica, en la que el tempo narrativo se diluía en la espuma marina, creando una sensación de ensoñación perpetua. Sin duda, uno de los mayores saltos cualitativos que yo haya visto en literatura, según los expertos, a la altura del Ulisses de James Joyce o La montaña mágica de Thomas Man. Pero cuando crees que Virginia Woolf no puede superarse más, o al menos ofrecer una versión de sí misma como autora diferente a lo acostumbrado, entonces llegan los cuentos. Sí, el formato que, según mi humilde opinión, determina la verdadera maestría de la escritora o escritor de turno. Pues, no hay nada más difícil en literatura que saber condensar una historia de gran envergadura temática en unas pocas páginas. Al principio no los valoré como se merecían, creyendo que en ellos no encontraría a la Virginia Woolf que tanto me había gustado en Orlando o Al faro por citar dos de sus más sobresalientes trabajos. Sin embargo, éstos se revolvieron y me soltaron una merecidísima bofetada en toda la cara. Había cometido el error de subestimar a Woolf, hasta el punto de creer que sería un conjunto de obras menores. Me equivoqué. Y en esta reseña, a modo de redención, espero convenceros a todas y a todos para que, al menos, os dejéis llevar por la sutileza, la irrealidad o el realismo de algunos de sus más destacadas piezas cortas. Relatos completos: el inesperado festín literario. 



Como en todo libro de relatos, no podemos hablar de una absoluta perfección técnica ni estilística - y eso que Virginia Woolf es una de esas autoras perfecta en prácticamente todos los sentidos, o al menos de las que más se acerca a dicha idea sujeta al parecer personal de cada lector - de hecho, una de las cosas que más me ha gustado de la presente colección es precisamente eso, la imperfección. Porque vale que existen muchas y muchos escritores sobresalientes, tanto que a veces da mucha rabia o envidia (sana, por supuesto). Pero todas y todos son humanos, y es curioso ver que, salvo contadas ocasiones, muchas y muchos en sus inicios se adhieren a unas formas más cercanas a la tradición, a la paleta de temas abordados siempre desde el mismo punto de vista, a la construcción canónica, en definitiva, a unas normas encorsetadas que, en el cuento, abundan en demasía al tiempo de que se suele usar como campo de pruebas para conseguir el ansiado estilo propio. Uno de los ejemplos más citados tal vez sea el del poeta alicantino Miguel Hernández, cuyas primeras obras se acercaban a modelos más cercanos a Góngora o Garcilaso de la Vega - hasta el punto de imitar su métrica y parte del lenguaje empleado por los insignes literatos - pero que, a medida que vamos avanzando en el tiempo, su poesía acabó por desembocar en algo más directo, social, personal, alejado de las florituras barrocas y, por supuesto, empujado por el contexto que estaba teniendo lugar. Leyéndolo a veces me lo imaginaba concentrado, con puño firme y derramando alguna que otra lagrima de rabia mientras escribía poemas como Sentado sobre los muertos, Tristes guerras o El rayo que no cesa por citar algunos de los más importantes. Con Virginia Woolf pasa exactamente lo mismo. A pesar de que actualmente la consideramos como una de las más importantes renovadoras de la literatura, en su caso, de la evolución de las formas victorianas a otras más moderas, casi experimentales, en las que jugó con el tempo narrativo, con la psicología de los personajes, y casi lo más importante, todo ello con la mujer como protagonista absoluta. Pensad que gran parte de la producción novelística y ensayística actual, y con actual me refiero a la escrita por mujeres y englobada en esta nueva ola del feminismo, debe del legado de Virginia Woolf como si de una milagrosa fuente se tratara. En sus relatos apreciamos esa evolución lógica, desde sus primigenios textos hasta los escritos pocas semanas antes de su suicidio. De relatos con temas y estructuras propias de la literatura inglesa de finales del XIX y cuyo planteamiento, nudo y desenlace están perfectamente claros, a cuentos más breves, con temáticas más modernas, puntos de vista algo más elaborados y que no tienen porqué amoldarse a los cánones imperantes. Un ejemplo son los microrrelatos - me ha sorprendido saber que Woolf también era una maestra en estas lides - así como los textos fragmentarios, donde el lector deberá decidir si está ante un final abierto o una inconclusión no siempre satisfactoria. En ese sentido, que desde la editorial se haya apostado por una línea cronológica a la hora de estructurar los presentes relatos (incluyendo los inéditos) es del todo acertada, no sólo por el aprendizaje que se lleva el propio lector, también por la necesidad de presentar una faceta más de esta insigne escritora. Capaz de describirte un paseo por Kew Gardens o las profundidades de un balneario muy particular. 


Por destacar algunos de sus relatos, tal vez me quedaría con los siguientes. Kew Gardens - titulado así por estar ambientado en el precioso jardín botánico de la capital inglesa - nos sumerge en una historia de transitares, conversaciones, paseos, debates de gente anónima. Todo ello narrado desde la perspectiva de un caracol y su lento caminar. Por otro lado, tenemos Una casa encantada donde, al contrario que Kew Gardens, la autora nos posiciona desde uno de los narradores más típicos pero fascinantes de la literatura universal como es el fantasma - aunque en el presente cuento hablamos de dos en concreto - los cuales empiezan a divagar sobre el mundo material y el calor de las cosas mientras prosiguen en su diario transitar a través de las estancias de una mansión. Aunque para historias que trascienden a la anécdota tenemos La marca en la pared, un relato que, partiendo de precisamente eso, una mancha en la pared, la autora despliega un monólogo interior de tal calibre que a medida que éste avanza ya poco le importa al lector lo que ha provocado dicho discurso. Como buena escritora que era, a Virginia Woolf le encantaba homenajear, o simplemente hacer pequeños guiños a otras novelas, la mayoría clásicos de la literatura universal. Algo que en Phillis y Rosamond - relato que abre la presente antología - es realmente descarado ya que, a poco que la o el lector más versado se adentre en él verá como las referencias a Orgullo y prejuicio de Jane Austen son más que notables. Además de ofrecer un retrato del círculo de Bloomsbury - en el que la propia Woolf y otros intelectuales frecuentaban con asiduidad, en todo su esplendor. Así mismo, encontramos para nuestra sorpresa un relato titulado La señora Dalloway en Bom Street. El cual sirvió para la propia Woolf como campo de pruebas, como base para su una de sus más célebres novelas. Aquí podemos apreciar ese incipiente monologo interior que tanto perfeccionaría hasta llegar a cotas pocas veces alcanzadas y que tan famosa haría al personaje de la señora Dalloway. Por último, mi favorito, El balneario, el último que publicó antes de su prematura muerte. Un relato en el que todo parece irreal, en donde el olor a pescado se incrusta en las fosas nasales, en el que la espuma de mar cubre diademas y guirnaldas, donde todo parece sumergido, en las profundidades, como una ciudad nueva, una Atlantis moderna. Aquí Virginia Woolf demuestra que lo irreal puede convertirse en lo más verosímil. En fechas tan próximas al 8M es importante reivindicar nuestros referentes, aquellos que nos inspiran diariamente o los que directamente querríamos imitar. De ahí que sea importante citar a Virginia Woolf como una de las pioneras del feminismo, de la literatura firmada por mujeres y, no está de más añadirlo, por la revolucionaria técnica  estilística y temática que nos legó a las futuras escritoras. También, faltaría más, en el terreno más breve. 

Relatos completos: cuentos de lo imposible, lo abstracto, lo íntimo, lo cotidiano, lo mundano, lo trascendente, lo político, lo introspectivo... Un viaje a través de su obra, preocupaciones e imaginación. 

Frases o párrafos favoritos: 

"De noche la ciudad se vuelve etérea. Un blanco resplandor ilumina el horizonte. Hay aros y diademas en las calles. La ciudad queda sumergida bajo el agua; y sólo se distingue su esqueleto de bombillas de colores."

¡Un saludo y a seguir leyendo!

Cortesía de Alianza Editorial