VIDA EN EL JARDÍN
Título: Vida en el jardín
Autora: Penélope Lively (El Cairo - 1933). Pasó su infancia en Egipto, pero a los doce años fue enviada a Inglaterra. Estudió Historia Moderna en el St. Anne’s College de Oxford. Saltó a la fama con Astercote (1970), su primera obra publicada, y desde entonces se ha consolidado como autora de literatura infantil, recibiendo importantes galardones como el Premio Whitbread al mejor libro infantil por A Stitch in Time (1976) o la Medalla Carnige por The Ghost of Thomas Kempe (1973). Su primera incursión en la literatura para adultos, The Road to Lichfield (1977), fue nominada para el Premio Booker, galardón que ganaría en 1985 gracias a Moon Tiger. Sus obras indagan en el poder de la memoria como arma individual, así como en las diferencias entre los testimonios oficiales y los relatos personales. Lively también ha escrito no ficción y varios guiones para televisión y radio, y ha colaborado con diferentes revistas y periódicos. Es miembro de la Real Sociedad de Literatura, y en 1989 fue nombrada Oficial de la Orden del Imperio Británico. Actualmente vive en Londres.
Editorial: Impedimenta.
Idioma: inglés.
Traductor: Alicia Frieyro
Sinopsis: ¿Fue antes la escritora o el jardín? Penelope Lively se embarca en un fascinante viaje a través de los jardines que han marcado su vida. Desde el gran jardín de la casa en la que se crio, en El Cairo, hasta el que tenía su abuela en los inclinados campos de Somerset, pasando por la exuberante floresta de El paraíso perdido de Milton y los coloridos laberintos de Alicia en el País de las Maravillas, así como los jardines de escritores, como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Literatura, mujer y naturaleza. Un embriagador recorrido que nos lleva de vuelta al hogar primigenio de la humanidad.
Su lectura me ha parecido:
Compleja, histórica, literaria, muy instructiva, extremadamente especializada, plagada de detalles curiosos, lenta a ratos, perfecta para los amantes del noble arte de la jardinería... Uno de los primeros recuerdos que se me vienen a la memoria relacionado con los jardines, como no podía ser de otra forma, es la de una servidora correteando por el parque que había justo debajo de mi casa. La verdad es que no se le puede considerar parque ni jardín, ya que simplemente consistía en un pequeño trozo de tierra con césped entre una sucia acera y la pared rojiza del edificio. Sin embargo, a mis pocos años de edad, aquello me parecía enorme, sobre todo por la presencia de un imponente chopo cuya robustez ha sobrevivido el paso del tiempo. En la acera de enfrente, otro parque de mi infancia, con columpios y un pequeño jardín que pocas veces pisaba. Recuerdo la tierra blanca en mis pantalones, en mis zapatos, en mis manos. ¡Que poca gracia les hacía a mis padres que me ensuciara! Con los años, aquel parque acabó sufriendo una remodelación que lo cambió para siempre. Ya no era el rincón de mi inocente memoria, pero la verdad, reconozco que el cambio ha ido a mejor. ¡Si hasta se podría decir que el jardín es más bonito! Si continuo recordando, una imagen asalta mi cabeza, la del Jardí del Túria, ese inmenso parque que atraviesa y parte en dos la ciudad de Valencia. Ese lugar, antiguo cauce del río, que estuvo a punto de no existir por culpa de una medida más práctica que ecológica. Ese lugar cuyos puentes, a día de hoy vestigios de las diversas épocas históricas que marcaron a la urbe, delimitan tramos bien diferenciados. Desde los más clásicos (como las que se encuentran entre el Pont de la Mar, el Pont de Sant Josep, el Pont de la Trinitat o el Pont del Reial entre otros) hasta los más modernos (como el Pont de Montolivet o el Pont de l´Asut de l´Or, muy cerca de ambos se encuentra precisamente el complejo de la Ciudad de las Artes y las Ciencias). Ese mismo lugar, testigo de excursiones escolares, carreras, paseos en bici, reflejos en el agua de sus fuentes, festivales, exposiciones al aire libre, improvisadas clases de yoga, ciencia y de música, mucha música. Ese pulmón al que, por desgracia, hace mucho tiempo que no visito. Todos y cada uno de estas pequeñas películas, tan diseminadas como caprichosas, han regresado con fuerza a medida que iba avanzando en la lectura del libro que hoy tengo entre mis manos. Un ensayo que, aunque complicado, consigue perforar en la memoria de cada una de nosotras/os para mostrarnos como los jardines, y por extensión los parques, han formado inconscientemente parte de nuestra identidad. Vida en el jardín: naturaleza domesticada en estado puro.
Cuando decidí adentrarme en la lectura del libro de Penélope Lively lo hice con muchas ganas, pensado que el contenido que me iba a encontrar en sus páginas sería de fácil digestión. ¡Que equivocada estaba! No sólo me topé con una narración extraordinariamente lenta en algunas partes (lo cual tampoco es sinónimo, en este caso en concreto, de mala literatura aunque sí de dificultosa), sino que además, su carácter instructivo me hizo en ocasiones alejarme de lo que estaba contando, distanciarme, para el día siguiente entrar en internet y buscar aquello que no me había quedado claro. A lo largo de la carrera he leído muchos manuales (o capítulos de manuales), algo que resulta tedioso, sobre todo si estás obligada a leerlos porque su contenido es vital para aprobar el examen o bien si lo que estas leyendo no te interesa para nada. Sin embargo, cuando te topas con ese manual, que aunque aburrido en su exposición, consigue que acabes interesándote por un aspecto o un tema, entonces dicho manual ha cumplido con su función. Eso mismo me sucedió con Vida en el jardín, que aunque no consiguiese implicarme emocionalmente al 100% en su lectura, sí que conseguí por el contrario aprender muchas técnicas de jardinería, tipos de jardines que evolucionan a lo largo de la historia, nombres de flores, de composiciones estéticas e incluso, como comentaremos a continuación, algunas curiosidades de los jardines más famosos de la historia. Mi inexperiencia en estas lides me jugó una mala pasada (si bien me gustan los jardines, no soy capaz de cuidar las plantas de mi balcón), aún así, todas y todos los interesados en la jardinería y su mundo no duden en echar un vistazo al libro de Penélope Lively, seguro que lo encontrarán apasionante.
Esas exhaustivas descripciones, así como los incontables tecnicismos de la jerga (a la cual aún me tengo que amoldar) no impiden al lector sumergirse en lo importante: el fascinante viaje a través de la historia de los jardines. Es en estas partes donde la autora, tirando incluso de autobiografía - trasladándonos al jardín de su infancia en El Cairo - da rienda suelta a su pasión por los jardines en un tono que oscila entre la seriedad característica del ensayo y una emoción casi contagiosa. Cuando alguien habla de lo que más le gusta hacer en el mundo, de esa afición que lleva toda la vida desempeñando sin buscar nada a cambio, lo hace con una alegría que desborda las páginas. Y eso es justo lo que le sucede a Penélope Lively, la jardinería ha marcado su vida, hasta el punto de influir en su faceta como escritora de cuentos infantiles. Algo que debería hacernos reflexionar sobre lo poco que a veces valoramos lo más simple, aquello que nos hace felices y que a veces nos cuesta exteriorizar por el miedo al que dirán o a dar la impresión de ser poco serias/os. Vida en el jardín es un despliegue de interesantes anécdotas sin fin. Comenzando por una descripción de como sería el famoso y bíblico Jardín del Edén, continuando con los impresionantes Jardines Colgantes de Babilonia, los jardines del antiguo Egipto, los de los romanos - prestando especial atención al caso de Pompeya, una de las urbes más fascinantes del periodo -, los huertos medievales - en especial ese afán por cultivar plantas medicinales en las tierras propiedad de reputados monasterios -, la espectacularidad de Versalles y la rectitud de los jardines victorianos. Todo eso para enlazarlo con el jardín pintado - en donde Monet o Klimt no podían faltar -, los jardines inventados - especial mención a la composición floral y arquitectónica del que aparece en Alicia en el País de las Maravillas - y los jardines reales, propiedad de personalidades tan importantes como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Si lo leemos desde una perspectiva histórica, asistimos a un recorrido la mar de instructivo, sobre todo para los más versados en estas lides. No obstante, Lively construye una metáfora entre el jardín y el tiempo. Nace, crece, se desarrolla, se marchita, muere, renace y vuelta a empezar. Algo similar a lo que sucede con las experiencias vitales, nuestro crecimiento como personas, nuestro inevitable final y la posibilidad de renacer en momentos de verdadera adversidad.
Actualmente, además de Los Viveros - jardín ilustre en la ciudad de Valencia, actual enclave del Museo de Ciencias Naturales y de la Feria del Libro - mi jardín favorito es el de Monforte. Lo descubrí siendo una niña, cuando acompañaba a mi madre a rehabilitación en una clínica cercana al lugar y me maravilló desde el primer momento. Cercano a las universidades y rodeado de un muro de mampostería, el de Monforte se alojaría inmediatamente en mi memoria por sus naranjos, sus suntuosas fuentes, sus rosaledas, su laberinto, sus numerosas esculturas - divinidades griegas, Sócrates y hasta unos primigenios leones del congreso formaban parte este peculiar conjunto artístico- su puentecito, sus bancos, su interesante mirador, su glorieta, su palacete... ¡Si hasta tiene una pequeña cascada! Fueron muchas las veces que de camino a la parada del autobús tras una larga tarde entre las cuatro paredes de la Facultad de Geografía e Historia sentí la tentación de adentrarme de nuevo en él. No obstante, pocas fueron al final. Y una de ellas, la recuerdo perfectamente, lo hice sola, tras uno de esos días nefastos que todas y todos tenemos. Había hecho el último examen de la carrera y tenía miedo, miedo de fracasar, del incierto y oscuro futuro laboral, de lo que me depararía el futuro más próximo. Y lo peor de todo, no sabía si iba a ser capaz de afrontarlo cuando la red de la estabilidad desapareciese bajo mis pies. Ignoro lo que aconteció los días siguientes, pero de lo que sí estoy segura es de que sentada frente a la fuente de la Diosa Flora conseguí relajarme y alejar los fantasmas de la inseguridad por unos minutos. Hay quien dice que los seres humanos están intrínsecamente conectados con la naturaleza ya que durante siglos hemos dependido de ella en todos los aspectos. Con el auge de las ciudades, las porciones de tierra han dado paso a torres de cemento y toda clase de mobiliario urbano. Al abrir las ventanas, el horizonte se nos antoja perturbado o inexistente. Y en lugar de escuchar el rumor de la hierba mecerse bajo el sol abrasador, una ruidosa orquesta de asfalto nos espeta un atronador saludo. Por eso, y especialmente cuando necesitamos reencontrarnos con nosotros mismos, es importante volver al origen, a esos olores ancestrales, a ese respiro en medio de tanto caos, a ese jardín que, aunque domesticado a nuestro antojo, relaja la dureza de lo urbano con formas naturales y en ocasiones - muy pocas - abandonadas al libre albedrío y la anarquía. Aunque pretendamos negarlo, en realidad, jamás hemos abandonado nuestras raíces ni olvidado de donde venimos. Vida en el jardín: una historia de especies, tipos de arreglos florares, técnicas de cultivo, ilustres lugares de esparcimiento, infancia, madurez, vejez, evolución, tipologías, pasión... El jardín habitado y el imaginado.
Frases o párrafos favoritos:
"Las dos actividades centrales de mi vida - quitando escribir - han sido leer y cuidar mi jardín."
¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de: Impedimenta
Compleja, histórica, literaria, muy instructiva, extremadamente especializada, plagada de detalles curiosos, lenta a ratos, perfecta para los amantes del noble arte de la jardinería... Uno de los primeros recuerdos que se me vienen a la memoria relacionado con los jardines, como no podía ser de otra forma, es la de una servidora correteando por el parque que había justo debajo de mi casa. La verdad es que no se le puede considerar parque ni jardín, ya que simplemente consistía en un pequeño trozo de tierra con césped entre una sucia acera y la pared rojiza del edificio. Sin embargo, a mis pocos años de edad, aquello me parecía enorme, sobre todo por la presencia de un imponente chopo cuya robustez ha sobrevivido el paso del tiempo. En la acera de enfrente, otro parque de mi infancia, con columpios y un pequeño jardín que pocas veces pisaba. Recuerdo la tierra blanca en mis pantalones, en mis zapatos, en mis manos. ¡Que poca gracia les hacía a mis padres que me ensuciara! Con los años, aquel parque acabó sufriendo una remodelación que lo cambió para siempre. Ya no era el rincón de mi inocente memoria, pero la verdad, reconozco que el cambio ha ido a mejor. ¡Si hasta se podría decir que el jardín es más bonito! Si continuo recordando, una imagen asalta mi cabeza, la del Jardí del Túria, ese inmenso parque que atraviesa y parte en dos la ciudad de Valencia. Ese lugar, antiguo cauce del río, que estuvo a punto de no existir por culpa de una medida más práctica que ecológica. Ese lugar cuyos puentes, a día de hoy vestigios de las diversas épocas históricas que marcaron a la urbe, delimitan tramos bien diferenciados. Desde los más clásicos (como las que se encuentran entre el Pont de la Mar, el Pont de Sant Josep, el Pont de la Trinitat o el Pont del Reial entre otros) hasta los más modernos (como el Pont de Montolivet o el Pont de l´Asut de l´Or, muy cerca de ambos se encuentra precisamente el complejo de la Ciudad de las Artes y las Ciencias). Ese mismo lugar, testigo de excursiones escolares, carreras, paseos en bici, reflejos en el agua de sus fuentes, festivales, exposiciones al aire libre, improvisadas clases de yoga, ciencia y de música, mucha música. Ese pulmón al que, por desgracia, hace mucho tiempo que no visito. Todos y cada uno de estas pequeñas películas, tan diseminadas como caprichosas, han regresado con fuerza a medida que iba avanzando en la lectura del libro que hoy tengo entre mis manos. Un ensayo que, aunque complicado, consigue perforar en la memoria de cada una de nosotras/os para mostrarnos como los jardines, y por extensión los parques, han formado inconscientemente parte de nuestra identidad. Vida en el jardín: naturaleza domesticada en estado puro.
Cuando decidí adentrarme en la lectura del libro de Penélope Lively lo hice con muchas ganas, pensado que el contenido que me iba a encontrar en sus páginas sería de fácil digestión. ¡Que equivocada estaba! No sólo me topé con una narración extraordinariamente lenta en algunas partes (lo cual tampoco es sinónimo, en este caso en concreto, de mala literatura aunque sí de dificultosa), sino que además, su carácter instructivo me hizo en ocasiones alejarme de lo que estaba contando, distanciarme, para el día siguiente entrar en internet y buscar aquello que no me había quedado claro. A lo largo de la carrera he leído muchos manuales (o capítulos de manuales), algo que resulta tedioso, sobre todo si estás obligada a leerlos porque su contenido es vital para aprobar el examen o bien si lo que estas leyendo no te interesa para nada. Sin embargo, cuando te topas con ese manual, que aunque aburrido en su exposición, consigue que acabes interesándote por un aspecto o un tema, entonces dicho manual ha cumplido con su función. Eso mismo me sucedió con Vida en el jardín, que aunque no consiguiese implicarme emocionalmente al 100% en su lectura, sí que conseguí por el contrario aprender muchas técnicas de jardinería, tipos de jardines que evolucionan a lo largo de la historia, nombres de flores, de composiciones estéticas e incluso, como comentaremos a continuación, algunas curiosidades de los jardines más famosos de la historia. Mi inexperiencia en estas lides me jugó una mala pasada (si bien me gustan los jardines, no soy capaz de cuidar las plantas de mi balcón), aún así, todas y todos los interesados en la jardinería y su mundo no duden en echar un vistazo al libro de Penélope Lively, seguro que lo encontrarán apasionante.
Esas exhaustivas descripciones, así como los incontables tecnicismos de la jerga (a la cual aún me tengo que amoldar) no impiden al lector sumergirse en lo importante: el fascinante viaje a través de la historia de los jardines. Es en estas partes donde la autora, tirando incluso de autobiografía - trasladándonos al jardín de su infancia en El Cairo - da rienda suelta a su pasión por los jardines en un tono que oscila entre la seriedad característica del ensayo y una emoción casi contagiosa. Cuando alguien habla de lo que más le gusta hacer en el mundo, de esa afición que lleva toda la vida desempeñando sin buscar nada a cambio, lo hace con una alegría que desborda las páginas. Y eso es justo lo que le sucede a Penélope Lively, la jardinería ha marcado su vida, hasta el punto de influir en su faceta como escritora de cuentos infantiles. Algo que debería hacernos reflexionar sobre lo poco que a veces valoramos lo más simple, aquello que nos hace felices y que a veces nos cuesta exteriorizar por el miedo al que dirán o a dar la impresión de ser poco serias/os. Vida en el jardín es un despliegue de interesantes anécdotas sin fin. Comenzando por una descripción de como sería el famoso y bíblico Jardín del Edén, continuando con los impresionantes Jardines Colgantes de Babilonia, los jardines del antiguo Egipto, los de los romanos - prestando especial atención al caso de Pompeya, una de las urbes más fascinantes del periodo -, los huertos medievales - en especial ese afán por cultivar plantas medicinales en las tierras propiedad de reputados monasterios -, la espectacularidad de Versalles y la rectitud de los jardines victorianos. Todo eso para enlazarlo con el jardín pintado - en donde Monet o Klimt no podían faltar -, los jardines inventados - especial mención a la composición floral y arquitectónica del que aparece en Alicia en el País de las Maravillas - y los jardines reales, propiedad de personalidades tan importantes como Virginia Woolf, Elizabeth Bowen o Philip Larkin. Si lo leemos desde una perspectiva histórica, asistimos a un recorrido la mar de instructivo, sobre todo para los más versados en estas lides. No obstante, Lively construye una metáfora entre el jardín y el tiempo. Nace, crece, se desarrolla, se marchita, muere, renace y vuelta a empezar. Algo similar a lo que sucede con las experiencias vitales, nuestro crecimiento como personas, nuestro inevitable final y la posibilidad de renacer en momentos de verdadera adversidad.
Actualmente, además de Los Viveros - jardín ilustre en la ciudad de Valencia, actual enclave del Museo de Ciencias Naturales y de la Feria del Libro - mi jardín favorito es el de Monforte. Lo descubrí siendo una niña, cuando acompañaba a mi madre a rehabilitación en una clínica cercana al lugar y me maravilló desde el primer momento. Cercano a las universidades y rodeado de un muro de mampostería, el de Monforte se alojaría inmediatamente en mi memoria por sus naranjos, sus suntuosas fuentes, sus rosaledas, su laberinto, sus numerosas esculturas - divinidades griegas, Sócrates y hasta unos primigenios leones del congreso formaban parte este peculiar conjunto artístico- su puentecito, sus bancos, su interesante mirador, su glorieta, su palacete... ¡Si hasta tiene una pequeña cascada! Fueron muchas las veces que de camino a la parada del autobús tras una larga tarde entre las cuatro paredes de la Facultad de Geografía e Historia sentí la tentación de adentrarme de nuevo en él. No obstante, pocas fueron al final. Y una de ellas, la recuerdo perfectamente, lo hice sola, tras uno de esos días nefastos que todas y todos tenemos. Había hecho el último examen de la carrera y tenía miedo, miedo de fracasar, del incierto y oscuro futuro laboral, de lo que me depararía el futuro más próximo. Y lo peor de todo, no sabía si iba a ser capaz de afrontarlo cuando la red de la estabilidad desapareciese bajo mis pies. Ignoro lo que aconteció los días siguientes, pero de lo que sí estoy segura es de que sentada frente a la fuente de la Diosa Flora conseguí relajarme y alejar los fantasmas de la inseguridad por unos minutos. Hay quien dice que los seres humanos están intrínsecamente conectados con la naturaleza ya que durante siglos hemos dependido de ella en todos los aspectos. Con el auge de las ciudades, las porciones de tierra han dado paso a torres de cemento y toda clase de mobiliario urbano. Al abrir las ventanas, el horizonte se nos antoja perturbado o inexistente. Y en lugar de escuchar el rumor de la hierba mecerse bajo el sol abrasador, una ruidosa orquesta de asfalto nos espeta un atronador saludo. Por eso, y especialmente cuando necesitamos reencontrarnos con nosotros mismos, es importante volver al origen, a esos olores ancestrales, a ese respiro en medio de tanto caos, a ese jardín que, aunque domesticado a nuestro antojo, relaja la dureza de lo urbano con formas naturales y en ocasiones - muy pocas - abandonadas al libre albedrío y la anarquía. Aunque pretendamos negarlo, en realidad, jamás hemos abandonado nuestras raíces ni olvidado de donde venimos. Vida en el jardín: una historia de especies, tipos de arreglos florares, técnicas de cultivo, ilustres lugares de esparcimiento, infancia, madurez, vejez, evolución, tipologías, pasión... El jardín habitado y el imaginado.
Frases o párrafos favoritos:
"Las dos actividades centrales de mi vida - quitando escribir - han sido leer y cuidar mi jardín."
¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de: Impedimenta