LA MUELA
Título: La muela.
Autora: Rosario Villajos (Córdoba, 1978). Formada en Bellas Artes, ha trabajado en la industria musical, cinematográfica y artística. Ha publicado la novela Ramona (Mrs. Danvers, 2019) y la novela gráfica Face (Ponent, 2017). Gran parte de su obra tiene la marca de lo efímero, de lo que no podrá ser reciclado ni restaurado. Su última novela, La muela (Aristas Martínez, 2021) se ha convertido en un éxito de crítica y público.
Editorial: Aristas Martínez.
Idioma: español.
Sinopsis: Rebeca huye de su familia, del duelo no superado por la muerte de su padre y de una madre, casi ciega, que deja a cargo de su hermana. Ahora busca su lugar en Londres, donde sobrevive con un trabajo de cincuenta horas semanales en una sucia buhardilla compartida con ratones, a base de sopas de microondas, conversaciones imaginarias con David Attenborough y su hermana al otro lado del teléfono como único soporte. Sus nuevas amistades y futuras metas resultan tan efímeras como el empeño por comunicarse en otro idioma, y su soledad se vuelve tan profunda como el hueco donde estaba su muela.
Su lectura me ha parecido: contemporánea, ácida, perturbadora, intensa, destructora, cautivadora, triste, irónica, tremendamente divertida... Este año las mujeres me han dado muchas alegrías. Así, tal cual, como suena, y si hace falta con la boca bien abierta. Para alguien que se ha criado con referentes masculinos en esto del noble arte de la palabra escrita es toda una revolución. Y más si, repasando un poco la enorme lista de libros engullidos como si del Monstruo de las Galletas se hubiera adueñado de mi cuerpo y apetito, las mejores lecturas han sido firmadas por mujeres llamadas Bárbara, Maggie, Unica, Elisa, Marta, Emma, Anna o Bonnie entre otras muchas. Nadie dijo que fuera fácil, que ese camino de rosas que tanto nos prometieron no existía y que en su lugar se alzaba una empinada pista forestal por la que se deslizan toda clase de balones, ruedas, más piedras. Convirtiendo lo que supuestamente nos hemos ganado tras siglos de lucha feminista en una despiadada partida de balón-tiro. Por eso, cuando saltó la noticia de que eran tres señores los que se escondían tras el famoso pseudónimo de "Carmen Mola" - firmante del último y más polémico Premio Planeta de, por supuesto, toda su historia - se me abrieron las carnes. No me considero una persona especialmente interesada por estos asuntos (aunque he de confesar que donde esté un buen salseo literario que se quite cualquier serie turca de sobremesa) pero no debemos pasar por alto la estocada mortal que ha supuesto dicha decisión para uno de los premios que, ojo, en sus inicios nos descubrió a autoras tan importantes a día de hoy como Ana María Matute, Concha Alós o Soledad Puértolas. Aunque tampoco debería sorprendernos. Sin ir más lejos en Babelia - sí, ese suplemento cultural de El País en el que muchas personas depositan su eterna confianza a la hora de elegir la próxima lectura y que algunos toman como el santo patrón de lo que está de moda en literatura - hasta no hace mucho eran los hombres los que copaban la famosa lista. Esa en la que una serie de escritores y críticos eligen los mejores libros publicados a lo largo del año. Hecho que la pandemia, y quiero creer que el feminismo también, ha cambiado drásticamente, aunque todavía observamos como el porcentaje sigue siendo inferior. Así como la sonada ausencia de autoras españolas en dicho recopilatorio en su edición del presente año, el aciago 2021, al que muchos estamos deseando darle portazo. Pero bueno, quedémonos con lo bueno, con los las lecturas vibrantes, con aquellas escritoras que me han puesto el estómago del revés y la cabeza cerca de una picadora de carne. Con ellas, con las que solitas - sin necesidad de dos cabezas pensantes más - han conseguido alumbrar en un periodo al que llamaron, con demasiada prisa, el de la recuperación. Voces como la de Rosario, incluida en otra lista, la más personal, en mi salón de la memoria selectiva, en el cajoncito de las referentes. La muela: el amargo y cachondo hueco de la pérdida.
Londres abruma. Desde el momento en el que pones un pie en el aeropuerto de Stansted o en el de Heathrow. Desde esa regia mirada que Isabel II te echa mientras te diriges hacia no sé que terminal. Desde que te metes en el tube y descubres que las escaleras mecánicas parecen no tener fin y que bajan hasta el mismísimo centro de la tierra. Desde que, a la salida lde la estación de Waterloo, te topas con la primera placa dedicada a los caídos durante la Primera Guerra Mundial que trabajaron en dicho lugar (la primera de muchísimas, por cierto, y no todas dedicadas exclusivamente a dicha contienda). Desde que ves por vez primera el Big Ben - no es tan grande como parece pero sí ostentosamente dorado - el parlamento, Picadilly Circus, el Tower Bridge, la abadía de Westminster (el mayor cementerio de famosos en el que he estado en mi vida), todos los rascacielos del distrito financiero, ese barco de la armada aparcado en la orilla del Támesis - ignoro si seguirá allí - el propio Támesis (con sus molinillos y corrientes), el British Museum (si eres historiadora/or el síndrome de Stendhal es complicado de gestionar), los sucesivos mercadillos de Portobello (mi hermano y yo buscamos como locos la famosa puerta de Nothing Hill y las casitas de colores), Brick Lane o Camden Town (donde de verdad me agobié). Sin olvidarnos de los parques como Hyde Park y Richmond Park. Toda una experiencia si eres de los que, como yo, sabe apreciar la belleza anárquica de la naturaleza agreste mientras te imaginas que en cualquier momento pueden aparecer el señor Darcy (en cuanto a Orgullo y prejuicio soy de la generación Knightley-Macfayden, lo siento) y Elisabeth Bennet. Menos su reloj más universal, todo es grande, imponente, a lo bestia, en sintonía con la famosa flema británica, nostálgicos del imperio, convirtiendo en hormiguitas a sus habitantes y en pulguitas a quienes llegan por vez primera a la ciudad que tanto hemos visto a través de los libros de texto o del buscador de Google. Es en ese Londres, el abrumador e insaciable, capaz de sacar las fauces a pasear, en el que Rosario Villajos nos ha querido situar. Y esto es muy importante ya que la literatura, al contrario de lo que podemos encontrar en otros formatos más mayoritarios - esa romantización del exilio millennial y boomer del que muy a menudo hacen uso programas como Españoles por el mundo o Callejeros viajeros ha hecho más mal que bien - rezuma sinceridad y crudeza a la hora de retratar los viajes sin regreso, motivados por una supuesta mejora del nivel de vida en todos los aspectos (laboral, emocional, sentimental, social) y que, en ocasiones, no son sinónimo de cambios a mejor. Con todo, Londres me encantó, en serio. Conseguí acostumbrarme a su opulencia, días grises, los silencios en el vagón y sus largas distancias. Y eso que fue mi hermano, y no yo, el que se tiró dos años viviendo en una buhardilla muchísimo más adecentada que la de Rebeca en La muela, sin ratones, con el ruido de los aviones de fondo en un barrio residencial cercano al tramo más bello del Támesis. Con el Asda, un estadio de rugby y la casa donde Van Gogh vivió durante su estancia en el Gran Londres entre 1873 y 1874 cerca. Los estudios fueron la razón y aunque estoy convencida de que volvería a hacerlo, los momentos duros no se los quitó nadie, por mucha cultura underground empapada o cuadros de la National Gallery admirados. Algo de lo que bien sabe Rebeca en su Londres de chimeneas industriales en desuso y cabinas telefónicas que huelen a pis.
En La muela, Rosario Villajos nos narra con descaro, crudeza y, sobre todo, grandes dosis de sorna las peripecias de Rebeca. Una joven que decide mudarse a Londres con su pareja en un intento por cambiar de vida y de paso huir de su propia familia, así como de aquellas cuentas pendientes emocionales no superadas. Creyéndose todas las promesas más propias de un eslogan de Míster Wonderful que de la vida misma, se ve muy pronto de bruces con la realidad que parece devorarla a pasos agigantados hasta conducirla a la pérdida de la muela y su consecuente y particular naufragio. Sin duda, no es la caída de dicho molar lo que de verdad nos tiene que importar como lectores, sino el hueco que queda, la ausencia intolerable para unos, brillante metáfora de lo que arrastra la propia Rebeca a lo largo de la novela y en lo que podemos vernos casi todos identificados. La pérdida del arraigo, de lo conocido, de esa figura paterna irremplazable, de esas esperanzas de una carrera profesional de éxito, de ese bonito apartamento tantas veces construido en su imaginación, de esa vida junto al ser amado, de la dignidad, de la salud. Todo ello reflejado, a modo de epicentro, en ese pequeño vacío en la sonrisa de Rebeca. Lejos de conformarse con unas formas simplonas y excesivamente tradicionalistas, Rosario Villajos toma la decisión de añadirle una capa gruesa del mejor humor, negrísimo, irónico e hiriente en algunos casos. Memorables son, por ejemplo, los pasajes en los que se refiere a su hermana pequeña - a la cual apoda Gabino por su enorme parecido al actor Gabino Diego - en los que es imposible no contener la risa. Así como los momentos, que son muchos, en los que se burla literalmente de las miserias de la protagonista - incluyendo de su propia formación universitaria en la que había depositado toda su fe a la hora de entrar por la puerta grande en el mercado laboral - sus parodias sobre la infalibilidad de las apps de citas, sus ingeniosas reflexiones entorno a la maternidad (o más bien ante la imposibilidad de ejercerla), esas ratas que inundan su decadente buhardilla - no sé por qué me acordé del Dickens más accesible - las relaciones que establece con las compañeras de curro - y la consecuente e insalvable brecha cultural y generacional que se establece - sus propios y desastrosos intentos por comunicarse en un idioma que a penas domina... Por no hablar de esos pequeños y gloriosos momentos en el que la protagonista parece desdoblarse y replicarse a sí misma a través de otra Rebeca - no a lo Gollum, más bien a lo Pepito Grillo - que proyecta su mirada en el futuro. En una de esas se hace referencia muy brevemente a la pandemia del Covid-19 desde un tiempo, el de la novela, en el que a pesar de las miserias, todavía éramos felices. A vueltas de nuevo con la contemporaneidad, La muela no escatima en ingeniosos recursos para dotar a la narración de una mayor hilaridad como planos del metro de Londres, callejeros, conversaciones de WhatsApp, fotos pixeladas - no diremos de qué - esquemas, dibujos hechos por la propia autora y hasta una divertidísima fotonovela (sin duda, mi favorito). A pesar de su urgencia e intrahistoria - la novela, a pesar del revestimiento humorístico, no deja de narrar la amargura que sufre Rebeca - La muela se puede entender como una relectura de aquellos clásicos del XIX en los que la crítica social y el retrato de la pobreza era su razón de ser. He citado antes a Charles Dickens, pero también pensé en Los miserables de Víctor Hugo y en su descarnado retrato de quienes no tenían nada para llevarse a la boca. No hemos evolucionado mucho desde entonces, todavía hay quien, como Fantine, se ve obligado a prostituirse a cambio de dinero para la manutención de su hija. Sin embargo, como bien apunta Rosario Villajos, estos nuevos miserables, jóvenes criados bajo la premisa de prosperidad, hijos de la generación que vivió mejor que sus padres, sobrecualificados, con smartphone y cuenta de Instagram se ven igualmente aplastados por un capitalismo feroz que premia la insana competitividad frente a la igualdad de oportunidades. Contemporánea, sí, pero por desgracia hay cosas que nunca cambian.
La muela: una historia de desorientación, precariedad, ratones, sueños hechos añicos, promesas que se desvanecen, quiebras, crueldades, inseguridad, situaciones con las que te ríes a carcajada limpia... Con humor, las "putadas" del neoliberalismo se llevan mejor.
"Las uñas le parecen breves después de años mordiéndoselas, muestran una fina y constante medialuna negra. Los dientes, lo que queda de ellos, tienen el mismo tono marrón que los posos del té, solo que, en lugar de futuro, dejan ver en ellos perfectamente el pasado. Y luego está el olor; no es solo el sudor, sino la acidez de su PH mezclada con grandes cantidades de tabaco y, sobre todo, de marihuana. Hasta el semen te huele a marihuana, piensa Rebeca cuando el hombre le pasa el papel higiénico por la barriga.
"A Hermana Menor solo la llaman por el nombre de sus pacientes. Los que la conocen de toda la vida la llaman Gabino a sus espaldas por su parecido con el actor Gabino Diego. Hermana Menor sabía que este era su mote durante la infancia, pero hoy por hoy no se imagina o no se para siquiera a pensar si alguien la sigue llamando así, a parte de Rebeca, claro, que sí lo hace abiertamente, aunque, desde que se arregló la boca, ya no es tan fea. De hecho, nunca lo ha sido. Tan solo era fea por odiosa comparación con su hermana en el pueblo donde vivían y donde se conocían todos. Allí Rebeca era como una Dulcinea del Toboso, la más bella del lugar; pero ahora vive en Londres donde hay gente mucho más guapa que ella y, además, le falta una muela."
¡Un saludo y feliz año nuevo!
Cortesía de Aristas Martínez