JÁVEA
Título: Jávea.
Autor: Alberto Torres Blandina ( Valencia, 1976) es profesor de literatura y de creación literaria. Ha publicado tres novelas Cosas que nunca ocurrirían en Tokio (Premio Internacional Las Dos Orillas 2007, Premio de la Médiathèque Bussy Saint-Georges a la mejor novela extranjera publicada en Francia en 2010, finalista del premio de la juventud Jean Monnet 2011), Niños rociando un gato con gasolina (finalista del Premio Café-Gijón 2008), Mapa desplegable del laberinto (2010), y la trilogía Con el frío (2015), Contra los lobos (2016) y Después de nunca (2019). También es autor del libro de poemas Los cementerios vacíos (2019) y de la novela infantil El aprendiz de héroe (2009). Su obra ha sido traducida al francés, alemán, italiano, portugués, griego y hebreo. En 2019 obtuvo la Beca de Residencia de escritores de Toji Cultural Foundation en Corea del Sur. Coordina el colectivo literario Hotel Postmoderno, con los que ha publicado varias novelas y espectáculos literarios como el Letring Catch.
Editorial: Candaya.
Idioma: español.
Sinopsis: "Cada vez estoy más convencido de que las novelas que parecen novelas son incapaces de llegar a ningún lugar interesante", dice el narrador de este singular libro, que es ante todo un ejercicio de memoria sin concesiones transitando por diferentes tiempos: una adolescencia aturdida por el aburrimiento y la ensoñación de lo que siempre está más allá, una juventud que navega entre el inconformismo y la necesidad de escapar de uno mismo, un mundo adulto donde los deseos alcanzados se parecen demasiado a su propia parodia. Jávea rescata la historia de una familia sacudida por la enfermedad, la muerte y la repetición, pero es también una disección implacable de esta opulenta Europa donde la brecha social entre ricos y pobres se ensancha, paradójicamente, cada vez más: las fronteras invisibles creadas por el dinero, el trabajo como forma de control, los lemas motivacionales alentando una meritocracia castradora, el triunfo personal medido por el tamaño del televisor, las drogas, el sexo y la religión como válvulas de escape, la desorientación, el rencor, la frustración, el suicidio...
Su lectura me ha parecido: sencilla, frenética, atrayente, feroz, humilde, versátil, enormemente crítica a la ingenuidad con la que muchas veces se percibe la meritocracia, con un narrador tan valiente como solvente, irónica, aguda, deconstructiva... Hacía calor cuando llegué a aquella urbanización de adosados colocados en fila, en formación, como si fueran a pasar revista, todos iguales, de teja roja y pared blanda. Tendría unos once o doce años cuando fui invitada por una amiga a pasar el día en el chalet que sus padres tenían en Náquera ¿o era Bétera? Poco importa. Éramos unas siete niñas, desenvueltas, nerviosas, correteando por la calle, a la sombra de aquella casa con jardín delantero. Recuerdo comer dentro, esos macarrones de tomate con queso gratinado, la tarta de chocolate que le sucedió y de la que no probé bocado (mis papilas gustativas seguían rechazando el dulce en todas sus formas y colores), las velas que mi amiga sopló con timidez, el aplauso de después, el juego de las tinieblas que casi le costó una bronca a la anfitriona (alguien se había cargado la cortina del baño y la barra que la sujetaba pensando que la bañera era el mejor sitio donde esconderse), la amiga que apareció a última hora, los bolis de Jordi Lavanda, la coreografía del festival de fin de curso (la cual hacía unos días que habíamos empezado a ensayar) y mi reticencia a sonreír demasiado por miedo a que se burlaran de mis brackets. Pedacitos de nostalgia de aquella primera década de los 2000 que viví en una nube de inocencia, felicidad, despreocupación y que solo abandonaba cuando había examen de matemáticas. Esa era mi gran cruz y no el paro, la incertidumbre, la falta de dinero, de oportunidades, de seguridad, de fe en una humanidad cada vez más idiotizada. No obstante, el azul pitufo de aquella piscina comunitaria es lo primero que acude a mi memoria cada vez que vuelvo a aquel lugar. Probablemente, la última fiesta de cumpleaños antes de cruzar la insalvable frontera de la adolescencia, cuando la jovialidad y la facilidad con la que se cimentan nuevas amistades resultaba todavía pasmosa. Ese azul, adornado con geometrías marinas desgastadas por el uso y el cloro en el que deseaba sumergirme, bucear y hacer el muerto, como la protagonista de Libertad en su versión fílmica, como me había enseñado mi madre en nuestras excursiones al Perelló o a la Malvarrosa. Pero lo quería para mi, todos los días, sobre mi piel. Deseaba que aquel añil fuera lo primero que mis ojos vieran nada más despertarme por las mañanas y lo último antes de sucumbir a la siesta veraniega. Fue entonces cuando comencé a preguntarme por qué mi amiga podía zambullirse en aquella cristalina piscina mientras yo me tenía que contentar con pasar Agosto entero en el pueblo de mi abuela. Y mira que me lo pasaba bien pero, la piscina del camping más cercano costaba dinero, había que subir una cuesta infernal, el fondo era gris y podías morir de hipotermia si permanecías mucho rato dentro de ella. "Ojalá vivir en un chalet" pensé "ojalá tener esa piscina en lugar de un solar donde tender la ropa", "ojalá ver la tele desde ese sofá y no desde una cama de colchón duro y cabecero de principios de siglo XX", o mejor aún, "ojalá convencer a los abuelos para que le compraran el solar a mi tía abuela y después construir la tan deseada piscina". Aquel chalet en Náquera o Bétera fue mi particular "Jávea". Por aquel entonces no tenía ni amiga ni novio con casa en la playa, por lo que aquel paraíso unifamiliar fue mi primer encontronazo con aquello a lo que comúnmente llamamos "envidia". Anhelo de poseer lo que otros, con más dinero, disfrutan unos meses al año o toda la vida. Aquello que no tienes y por lo que suspiras en la retaguardia del silencio. Sueños infantiles frustrados que se convierten en esa primera bofetada de realidad cuyo eco sigue escociendo décadas después. Jávea: la lúcida y resentida mirada sobre el capitalismo en el que, lo siento, estamos atrapados.
Difícil es enfrentarse a la reseña de un texto que te ha despertado tantas sensaciones y levantado tantas ampollas. Sobre todo si tenemos en cuenta el ensalzamiento de un tipo de novela estándar, bien cerradita y justita de polémicas. Quien se adentre en Jávea debe saber que, además de no toparse en ningún momento con las aguas que bañan el "paraíso" situado entre Denia y Benitaxell, el viaje literario al que nos invita Alberto Torres Blandina es inclemente, tempestuoso, con su particular Moby Dick, tan terrorífico como lo es el capitalismo en su vertiente más despiadada, elitista e hipócrita. Muchos han tratado de ver en Jávea una suerte de autoficción con rasgos tan peculiares que la hacen destacar entre el millar de libros que ha alumbrado dicho género en los últimos años cuando, en realidad, podríamos hablar directamente de unas memorias en las que su autor ha tomado la decisión de desnudarse ante los lectores, con todo lo que ello conlleva, pero con la intención de no salir indemne, en lo que al proceso de escritura se refiere. Tal vez, el hecho de haber publicado una autobiografía (con sus pequeños toques de ficción allí donde la memoria no alcanza a observar con claridad) con cuarenta y cuatro años resulte, cuanto menos, reprochable, un ejemplo de narcisismo, dirían algunos, propio de ciertas autoras/es que que parecen más tweetstars que cronistas con los pies en el suelo. Sin embargo, lo que Blandina nos ha regalado a los lectores ha sido la maestría, tanto temática como estilística, de un escritor que, basándose en su propia experiencia, aprovecha para reflexionar - no sin mala leche - algunos de los temas que pivotan al rededor su propia literatura: el poder del dinero y la infelicidad del ser humano a pesar de tener a su disposición todos los medios para poder dejar de serlo.
Como ya he comentado, aquí Jávea no aparece como tal más allá de esa construcción que ese Alberto niño se monta en su cabeza, la de un chaval que quiere pasar los veranos en un chalet en dicho municipio en lugar de quedarse en Sagunto, su pueblo, con la misma gente, en la calle de siempre. La geografía urbana de esta localidad próxima a Valencia y con el paisaje del castillo en lo alto, el barrio del Raval en las faldas, las ocres rocas del Palancia a un lado y los restos de la Gerencia y los Altos Hornos en el horizonte como telón de fondo, Blandina nos teje una infancia donde cabe todo, incluso los trapos sucios de una familia de perdedores - de la guerra civil y del sistema - de trabajadores, humilde, en donde la sombra de la enfermedad mental y los reproches de una madre al hijo narrador (con injerencias y correcciones dignas de ser mencionadas en cualquier clase de escritura creativa) sobrevuelan un monólogo que, sin tregua, te avasalla en su continua sucesión de anécdotas - algunas tan extremas que a veces dudas de la veracidad de las mismas - cavilaciones y etapas quemadas o que, de algún modo, no llegan a cerrarse nunca. Seguidamente el lector será testigo de su paso por la universidad, esos curros para podérsela permitir - esa cadena de montaje como metáfora del trabajo alienado y con el que el protagonista se desprende de muchos prejuicios - esos otros trabajos en el extranjero, su condición de viajero empedernido, su amistad con otros escritores de la escena local - desde un retrato pulp muy desenfadado y costumbrista - su compleja relación con la creación literaria, así como divagaciones varias propias de un discurso que se plasma sin tregua (y sin capítulos, dicho ya de paso) sobre el papel. Dentro de este retrato crudo, a veces deformado, deconstruido y plagado de unos ricos claroscuros - la vida misma, por si no había quedado lo suficientemente claro - sobresale el gran tema principal, o mejor aún, los diferentes subapartados de los que deriva la madre y razón de ser del libro: el dinero. Poderoso caballero y elemento fundamental a la hora de crear esa invisible pero abismal línea que separa el privilegio de quien, o bien no tiene nada, o bien tiene que currárselo mucho para llegar a aspirar a algo parecido a ese amigo, conocido o ser que aparece por la tele sin ocultar su privilegiada posición. Por supuesto, no hablamos de ostentación (que los hay) pero sí de la hipocresía de cierta juventud que, aún siendo ideológicamente de izquierdas, disfruta de su rebeldía sabiéndose seguro, protegido y, en el caso de que la caída sea estrepitosa, sabiendo que un buen colchón económico llamado "padres ricos" lo salvará del abismo. El problema no está en la cuna, el linaje o la suerte de haber nacido en una familia con el suficiente dinero como para permitirse un chalet en Jávea. La cuestión sobre la que deberíamos estar debatiendo, y que considero que Torres Blandina lo hace a la perfección, es acerca de ese deporte nacional e internacional (ambas modalidades son aceptadas) que es juzgar trabajos o comportamientos que no forman parte del relato fílmico de su día a día. Pues hay gente que se extraña, o encuentra inconcebible, que tengas que ponerte a trabajar para pagar una carrera universitaria, que no hayas encontrado trabajo a la primera, que no quedes con tus amigas a cenar porque, directamente, no te lo puedes permitir en esos momentos, que dejes pasar la posibilidad de ir de viaje al extranjero porque - ¡oh, sorpresa! - tienes que pagar el alquiler o que estudies como una burra una oposición porque es la única forma de encontrar algo estable y que te pueda sacar del club de los que viven con el agua al cuello. ¿Asco de ricos? No. Asco de clasismo, falsedad - o filtros, ¿qué más da? - y de esta sociedad incapaz de hacer autocrítica. Aquí no estigmatizamos a nadie, faltaría más, pero a aquellos que, leyendo estas líneas, se han sentido interpelados, mi consejo es que lean a Torres Blandina. No os lo recetará vuestro médico de cabecera pero, os aseguro que es una una cura de humildad en toda regla y para toda la vida.
Jávea: una historia de rabia, familia, escape, creación, experiencias, crítica, orgullo de clase, aturdimiento, desahogo... La metáfora de lo materialmente inalcanzable, a no ser que tengas pasta o te dejes tu cuerpo y salud mental sobre esa "Dama de Hierro" que, según dicen, dignifica y al que socialmente hemos convenido a llamar "trabajo".
Frases o párrafos favoritos:
"Los pobres no se arriesgan a emprender. Los pobres no se arriesgan a perder."
"Ya mis dieciocho años soy un pedante que se cree superior a todos sus compañeros de trabajo. Esos hombres que, como pueden, rompiéndose la espalda doce horas diarias porque tal vez no tuvieron la oportunidad de estudiar, pagan los estudios de sus hijos. Como mi padre. Como mi madre. Se sacrifican haciendo traviesas o cribando naranja para que sus hijos puedan convertirse en pedantes que los miren por encima del hombro."
Frases o párrafos favoritos:
¡Un saludo y a seguir leyendo!
Cortesía de Candaya